domingo, 30 de enero de 2011

FERNANDO MIRES - LA VIDA BAJO UNA DICTADURA


Herta Muller

Mi primer encuentro con la literatura de Herta Müller data desde años. Para ser más preciso, desde 1984 cuando fue publicada en Alemania la versión original -no censurada- de su libro “Niederungen” (“Tierras Bajas”). He de agregar que mi interés al acercarme a la obra de H. M. era sólo político pues quería encontrar testimonios para un tema: el de las dictaduras comunistas.Tema que sin duda ocupa un lugar destacado en la literatura contemporánea, comenzando por George Orwell, pasando por Sandor Marai, Alexandr Solschynitzen, Arthur Koestler, Milan Kundera, Christa Wolf –no olvidar a cubanos como Norberto Fuentes, Reinaldo Arenas, y Pedro Juan Gutiérrez- hasta llegar a la actual revelación de la literatura alemana, Uwe Tellkamp (“Der Turm”/ La Torre). Debo también decir que cuando terminé de leer “Las Tierras Bajas” experimenté un sentimiento doble.


Por una parte, tuve la impresión que desde una perspectiva literaria –y, repito, no es la mía– había sido seducido por una prosa a la que no estaba acostumbrado; una prosa no sólo poética sino, sobre todo, poético-prosaica. Una prosa descriptiva, triste, melancólica, casi depresiva y, sin embargo, intensamente bella; tan parecida a los profundos, grandes, muy tristes ojos azules de Herta Müller.

Mas, por otra parte, no pude evitar cierta decepción pues lo que buscaba en esos breves relatos no lo había –o creí no haberlo- encontrado: una posición radical en contra de la dictadura de Nicolae Ceauşescu. Efectivamente, en ellos no hay una sola mención en contra del dictador; tampoco la más mínima crítica, ni social ni política; nada. ¿Por qué entonces había sido censurado ese libro en Rumania? Esa fue mi espontánea pregunta la que al ser formulada encontró de inmediato una respuesta: Precisamente por eso. Justamente por eso.

Las dictaduras comunistas, a diferencia de las trogloditas dictaduras que en América Latina nos son familiares, no soportan no ser mencionadas. En el peor de los casos, aceptan ser abominadas, estigmatizadas, agredidas, vilipendiadas. Pero ignoradas, nunca. La razón es obvia: una dictadura totalitaria, sobre todo cuando pretende convertirse en representación de ideales meta-históricos, imagina no sólo estar en el centro de la vida. Además, como sólo ocurre con Dios, desea estar en todas partes. Ignorarlas es, luego, la peor de las afrentas. De tal modo que aquello que la dictadura rumana censuraba en H. M. no era lo que ella escribía sino –siguiendo el ejemplo sentado por Stalin- lo que ella “no escribía”.

Hay que agregar por cierto que no sólo la prosa de H. M. ignoraba en ese libro al dictador; sus personajes también.

En esa apacible narración -paisajista mas no bucólica- H. M describe la vida cotidiana de aldeanos y campesinos toscos cuyos bienes habían sido confiscados y vivían en relación íntima con la existencia cotidiana, esto es, con una vida que transcurre bajo una dictadura, tan bajo de ella como las “Tierras Bajas” lo son.

En “Tierras Bajas”, particularmente en la localidad de Nichtidorf -“Mi Macondo”, dirá una vez H. M.- lugar donde transcurren sus narraciones, no hay, no digamos un héroe; tampoco un personaje central. Cuando más, una familia: los padres y abuelos de H. M. Pero sobre todo, hay una voz. Una voz que cuenta acerca del paso del viento y del tiempo, de planicies y flores, sobre aves en los crepúsculos, de haceres y deberes, de la gente, de árboles, y animales que se mueven a lo largo del llano. El personaje central es, por lo tanto, la voz de H. M. que narra en frases muy cortas la vida como es y no como debe ser, en fin, las pequeñas alegrías y las pequeñas tristezas de las pequeñas gentes. Y sin embargo, sin ser mencionada, es imposible no saber que esa dictadura está ahí, presente en cada detalle, presente hasta donde no está, en cada vida que va y viene y, sobre todo, presente como nunca cuando nadie la nombra.

Después de “Tierras Bajas”, en el destierro, H. M. no evitará jamás nombrar a la dictadura, pero tampoco a la vida de la gente simple en medio de esas “Tierras Bajas” que son también las de la vida interior de la escritora. Vaya donde ella vaya.



2.
Pocas veces un Premio Nobel de Literatura ha sido tan justamente concedido como en aquel del año 2009 a la escritora rumano-alemana Herta Müller. Sobre la calidad de su poesía prosaica y de su prosa poética no hay discusión. La originalidad de su estilo es indiscutida. Nadie sabe, en verdad, de donde le viene. A diferencia de otros grandes escritores cuyas filiaciones e influencias son reconocibles, H. M. escribe como ella misma es, y hasta el punto donde es posible decir que su literatura es su propia alma transcrita en prosa. Por lo demás, es un alma inconfundible. Si tú te familiarizas con su estilo, basta que leas un párrafo sin que sepas antes quien lo escribió para que reconozcas, o casi sientas, y de inmediato, la voz susurrante de H. M, voz que nunca se agita, que no insulta ni se inmuta, monótona si se quiere, pero jamás letárgica, voz que recuerda la lluvia que cae sobre las tejas viejas, sin parar, o el ruido incesante de los árboles agitándose muy cerca de las ventanas.


Luego, la continuidad. Creo que hay pocos escritores que hayan mantenido una fidelidad más grande al lugar y al tiempo en donde transcurre su obra. A primera vista emerge la impresión de que toda la literatura de H.M. fuera un solo libro dividido en diversos tomos. Mas, no se trata de repeticiones ni de reiteraciones. Son sí, diversas historias que transcurren en un mismo nivel, casi a ras de tierra, o si se quiere, es una sola vida bajo una dictadura. No hay –pienso- en toda la obra de H.M. ningún libro al que pudiéramos condecorar con el título de central. Quiero decir, no hay una “obra magna”. Toda su obra es magna. En ese sentido H. M. retoma una continuidad que había perdido la literatura alemana después de Thomas Mann.

Todos los autores importantes que siguieron a Thomas Mann, incluyendo dos premios Nobel, Günter Grass y Heinrich Böll, tienen uno, cuando más dos, libros centrales. Si por ejemplo Grass no hubiese escrito el “Tambor de Hojalata”, o Böll las “Opiniones de un Payaso”, nunca habrían obtenido el máximo galardón de la literatura. No deja de ser interesante constatar que cada cierto tiempo aparece una gran novela alemana, por ejemplo “El Perfume” de Patrick Süskind, o “El Lector” de Bernhard Schlink. Entonces la crítica del país donde yo vivo, toca fanfarrias anunciando que ha aparecido el nuevo gran escritor de la post-guerra. Sin embargo, ninguno de los libros que después escriben esos autores ha sido –ni siquiera medianamente- relevante. Hay sólo dos excepciones. Una es Herta Müller. La otra es Christa Wolf. No puede haber dos mujeres más diferentes entre sí, pero ellas son -opinión muy personal- las dos “grandes damas” de la literatura alemana de nuestro tiempo. Sobre Christa Wolf -ese ángel del infierno- escribiré pronto en otro texto.

H. M. es sin duda una de las escritoras más realistas y a la vez más poéticas de la literatura contemporánea. Ella siempre escribe sobre lo que sabe, lo que ha visto o escuchado. Nunca se pierde en metáforas inútiles ni en disquisiciones metafísicas. Su realismo no es “mágico” como el que ha sido adjudicado a algunos escritores latinoamericanos. Tampoco es épico y mucho menos, utópico. Si tuviera que encontrar un término diría que el suyo es un “realismo-realista”, descriptivo, detallista hasta el cansancio y, sin embargo, radicalmente poético. En cierto modo H. M. es un espejo en donde se reflejan por medio de palabras, la naturaleza, los humanos y las cosas.

Y sin embargo, es más que un espejo. Toda su obra, sin excepción, está atravesada por una actitud ética: la resistencia frente al mal. No me refiero a la resistencia heroica detrás de las barricadas. Se trata simplemente de una existencial: la vida en contra de la muerte. La vida es el bien, la muerte es el mal. El principio del mal en acción, la representación maligna de la muerte en el alma, era para H.M. la dictadura que asolaba Rumania. La resistencia es la vida que late bajo la dictadura, la que a pesar de todo no puede ser callada y que de pronto asoma en flores que crecen en los cementerios, en el chiste o ironía frente al mandato del dictador, en las pequeñas estratagemas que cada personaje inventa para liberarse de espías que en toda esquina aguardan. En cierto modo, sin que ninguna de sus novelas pueda ser clasificada como autobiográfica, H. M. escribe sobre su vida. Esa vida ha sido, por lo demás, su destino.

Quiso el destino que H. M. naciera en Nichtidorf en 1953, en la región de Timosoara en Rumania. Fue el suyo, un destino muy alemán. Nichtidorf es una de esas aldeas formadas a través de desplazamientos geográficos, expropiaciones, prisiones y deportaciones, las que todavía quedan en Europa como recuerdo de la segunda guerra mundial, de las locuras nazis y de los desvaríos estalinistas. Nichtidorf :un pequeño enclave alemán –casi un geto- en Rumania, hizo de H. M. una mujer bilingüe y bipátrida. El rumano era su lenguaje del día. El alemán su lenguaje literario. Imposible no recordar a Franz Kafka quien en medio de Praga escribió siempre en alemán.

El padre de Herta fue un soldado alemán que sirvió en las Waffen SS. Su madre fue deportada en 1945 a la Unión Soviética donde pasó cinco años realizando trabajos forzados en un campo de concentración ucraniano. Sus padres, después de esas traumáticas experiencias no se comunicaban mucho entre sí. Dedicados a las labores del día, sobrevivían a través de monosílabos. Como tantos alemanes, tenían mucho más que callar que hablar; mucho más que olvidar que recordar. En cierto modo H. M. fue una hija del silencio y del olvido. ¿Fue esa una razón por la cual H. M. ha sido siempre incapaz de callar y de olvidar? Cada libro suyo es una rebelión en contra del silencio; una protesta frente al olvido. H.M. demuestra así, una vez más, que no siempre somos como nuestros padres; en muchos casos, somos todo lo contrario a lo que ellos fueron, y eso también es una deuda que con ellos tenemos.

3.
Después de haber conocido la mayor parte de los escritos de H.M. me he preguntado como pudo ser posible que tanto talento hubiera podido emerger en medio de condiciones tan adversas. Hojeando entrevistas y releyendo páginas de sus libros, creo que hay dos claves que explican ese milagro. Una de ellas fue la amistad.

H. M. conoció la amistad en la Universidad cuando cursaba estudios de germanística donde estableció contacto con otros estudiantes de origen alemán, fundando un grupo crítico-literario. Como ella misma cuenta en su libro “Der König verneigt sich und tötet” no sólo los unía un idioma, o el amor por la literatura sino, sobre todo, el miedo compartido (2003:52) No hay, en efecto, amistad más grande que la de quienes se unen en contra de un peligro común. Ese miedo de saber que en cualquier momento uno de sus amigos desaparecerá de la faz de la tierra, esa necesidad de hablar después de una sesión de interrogatorio o tortura, esa comunidad de destino, hizo posible que H. M. conociera la amistad en sus formas más intensas. No obstante, dicha amistad no fue fortuita. Su posibilidad fue antes que nada idiomática pues amistad es antes que nada, comunicación idiomática. Eso significa que el uso del idioma alemán le permitió por momentos desvincularse del idioma oficial de la dictadura. El rumano era, lamentablemente, el idioma de la mentira. El idioma alemán, que durante Hitler fue el de la mentira, en las condiciones determinadas por la dictadura rumana pasó a convertirse en el de la verdad. Más aún, en el de la libertad. O como escribió H. M.: “Todas las dictaduras, sean de derecha o de izquierda ponen al idioma bajo su servicio” (...) “Chinos, iraníes, cubanos, norcoreanos no se sienten en su propia casa cuando hablan. Desconfían de sus propias palabras” (2003:31) (Por eso) “Yo amo el lenguaje materno no porque sea el mejor sino porque es en el que más confío” (2003:27)

La segunda clave es consecuencia y al mismo tiempo causa del milagro mencionado: escribir. Escribir significa restituir el orden de las cosas, esto es, ajustar significantes con significados buscando un sentido que los trascienda. Actividad tanto o más necesaria si se toma en cuenta que más allá de la escritura, hay un orden estatal que hace todo lo posible por desajustar y si es preciso romper la relación de las palabras con las cosas. Escribir -en una democracia una actividad libremente elegida, recreativa, e incluso artística- es bajo una dictadura una actividad terapeútica. Muchos escritores que han padecido bajo tiranías han confesado que si no hubieran escrito se habrían vuelto locos, o suicidado. Así sucedió, por lo demás, con algunos amigos de H. M. 

“Escribo, luego pienso”. Esa fue, dicho en términos cartesianos, una de las primeras decisiones de H. M. “Escribo o no soy”. H.M. decidió ser. Y esa decisión sólo podía existir como oposición a esa “banalidad del mal” que rodeaba su pequeño mundo universal. Escribir era para H.M. escribir en contra de su muerte. “Yo intento vivir para no escribir y porque yo intento vivir, debo escribir” – afirmaba en forma de paradoja H. M. en su libro “Der Teufel sitzt in Spiegel” (1991:98)

Me he referido a la “banalidad del mal” y, como suele ocurrirme, estoy apelando a Hannah Arendt. Precisamente mi más reciente artículo publicado bajo el título “la maldad totalitaria” - 
http://www.analitica.com/va/politica/opinion/9993458.asp - intenta explicar el sentido de la idea arendtiana del mal en su representación más banal. Ahora, si aquí vuelvo sobre ese tema es porque, según mi opinión, H. M. representa el correlato literario de la filosofía arendtiana acerca del mal. O dicho así: quien quiera entender la banalidad del mal, o lo que es muy parecido: la relación entre la radicalidad del mal y su banalidad, haría bien en leer las novelas de H. M. ¿Por qué digo esto? Por una razón elemental: porque hay momentos en que el bagaje filosófico no siendo suficiente para dar cuenta de determinadas realidades, debe acudir a ejemplos de la vida cotidiana a fin de que alcancen un grado suficiente de inteligibilidad y transparencia. Y esos ejemplos son más posibles de ser encontrados en la literatura que en otros lugares del conocimiento.

El mal banal no siempre se presenta de improviso, lo sabemos por H.M. Esa es, a la vez, la diferencia entre la maldad totalitaria y la maldad dictatorial no totalitaria. Los latinoamericanos sabemos mucho sobre el segundo tipo de maldad, pero menos acerca del primero. Las dictaduras clásicas latinoamericanas –dejo a un lado la cubana que sí es totalitaria- no han sido totalitarias y en cierto modo se diferencian de las totalitarias porque la maldad que ellas representan recorre el mismo camino que las totalitarias pero en dirección opuesta. Quien ha vivido un golpe de Estado sabe como se presenta la maldad dictatorial simple: con asaltos armados al poder, con juicios sumarios, campos de concentración provisoriamente adaptados (estadios, por ejemplo), con torturas innombrables, y asesinatos en masa. No suele ocurrir eso con una dictadura totalitaria. 

El totalitarismo implica, en primera línea, la apropiación de la sociedad por parte del Estado lo que, a diferencias del vulgar y brutal golpe de Estado, no es tanto un hecho sino un proceso; más todavía: un proceso lento, progresivo, muchas veces imperceptible.

La absorción de lo social por lo estatal -marca de fábrica del totalitarismo- suele ser el resultado de años de consecutivos asedios. Un día, por ejemplo, es cerrada una emisora o un canal televisivo. Otro día un periódico no aparece. Una vez, la enseñanza religiosa es suprimida en las escuelas. Meses después será cerrada una facultad universitaria. Las tierras comienzan a ser confiscadas. Primero los grandes latifundios. Después la mediana propiedad, y algo más tarde, la pequeña. Un día te ofrecen un puesto en algún ministerio, y no te exigen nada, apenas un pequeño gesto: que asistas a un par de concentraciones a escuchar al líder supremo. Por cierto, tienes que ponerte el uniforme de la revolución, pero eso no significa mucho. Luego te pedirán que informes sobre algunos saboteadores. Si alegas que son tus amigos, podrás perder el puesto y tú tienes una familia que alimentar. Además, te prometen un ascenso, y por cierto, un mejor sueldo. Tres años después ya eres miembro de un comando de vigilancia; viajas en automóviles negros y blindados y tienes acceso a las periferias del poder. Si de pronto te asalta un remordimiento, lo reprimes, con lo que te obligas a no pensar en lo que tú haces, es decir: en lo que tú eres. Cuando ya ha llegado ese momento, tu alma ha sido plenamente confiscada. Eres, al fin, uno más de “ellos”. Tu mismo, ya no existes.

¿Qué quiero decir con esos ejemplos? Algo muy simple: la maldad totalitaria se presenta de modo casi imperceptible y progresivo, cotidiano y normal, es decir, como algo tan banal que puede llegar el momento en que uno será radicalmente banalizado sin darse cuenta, e incluso sin desearlo. Ahora, como es fácil suponer, los momentos banales que llevan minuto a minuto a la destrucción de la propia personalidad pueden ser descritos mucho mejor a través de la narración literaria que por medio del razonamiento filosófico. O dicho así: lo que filosofía no da, literatura lo presta. De ahí la relación que estoy haciendo entre Hannah Arendt y Herta Müller. Me atrevería a decir incluso que Herta Müller es en la literatura lo que Hannah Arendt en la filosofía. Ambas mujeres nos enseñan, aunque de un modo totalmente diferente, como la maldad de la dictadura puede transformarse en la dictadura de la maldad.

Si: la dictadura de la maldad: eso –definitivamente eso- es el totalitarismo.

4.
Quizás no hay un ejemplo más nítido de esa maldad progresiva que vivió H. M. durante treinta años, que la historia del zorro embalsamado que adornaba su cuarto de estudiante (“Der Fuchs war damals schon der Jäger”).

Un día al llegar a su habitación, una joven llamada Christina (o Herta, da lo mismo) notó que al zorro le faltaba una pata. Días después observó que le había sido extraído el pene. Otro día, le arrancaron la cabeza. A primera vista, un acto de psico-terror. Pero había algo más. A través de la mutilación de la piel del zorro, Securitate (la policía secreta del régimen) enviaba a la joven un mensaje subliminal. Primero: tu no tienes derecho a la intimidad. Segundo: somos divinos: estamos en todas partes donde tú estás. Tercero: avanzamos lentamente, primero una pata, después el pene, al final la cabeza. Cuarto: somos más listos que el zorro. Quinto: el zorro es sólo una metáfora de ti misma.

Así es el totalitarismo. Va avanzando lentamente hasta que llega a tu cabeza. Los agentes de Securitate eran, en ese sentido, verdaderos poetas de la maldad. O como escribió H.M.:“Porque el perseguidor no sólo está corporalmente presente; desde las más íntimas cosas que lo personifican, se siente su amenaza” (2003:139)

Que el totalitarismo es progresivo y cotidiano lo muestra la propia evolución política de Nicolae Ceauşescu. Como la casi totalidad de los dictadores comunistas, llegó al poder (1965) como un simple gobernante autoritario y precedido por la misma áurea de los demás tiranos del Este europeo: la de haber sido alguna vez antifascista. Poseedor de cierto carisma populista –eso lo diferenciaba de los grises dirigentes del Partido- fue aplaudido por las masas sobre las cuales producía una innegable seducción. Dirigente máximo del Partido Comunista y gobernante a la vez, ejercía su poder a través de las fuerzas armadas y de la policía secreta. Su ideología era la fusión de un marxismo-leninismo muy precario con un extremo e irracional nacionalismo. En sus discursos mezclaba alusiones a los clásicos del marxismo con citas a los padres de la patria de los cuales él creía ser su continuador histórico.

Pero la ideología jugaba para Ceauşescu un rol secundario. Su objetivo central, el que nunca perdió de vista, era la simple acumulación de poder. Como la mayoría de los dictadores, imaginaba que había sido ungido por la historia para salvar a Rumania de sus enemigos universales. Megalómano y narcisista hasta el extremo, acostumbraba a decir que „hombres como él nacen cada 500 años“. Su falta de cultura era compensada por una astucia sin límites, hecho que desconcertaba a sus colaboradores quienes se veían cada cierto tiempo obligados a cambiar de orientación según los virajes que decidía el dictador sin consultar a nadie. Así, un día se presentaba como un hombre de hierro. Al otro día, abierto al dialogo y a la conciliación. Un día hablaba a favor de la propiedad privada. Al día siguiente enviaba a sus esbirros a expropiar cualquier cosa que apareciera en su camino. En materia de política internacional era aún más imprevisible. Como Tito en Yugoeslavia, o como el Fidel Castro de los primeros tiempos, se permitía, de vez en cuando, desobedecer a la URSS. Su crítica a la invasión soviética a Checoeslovaquia (1968) le valió elogios de gobernantes occidentales quienes lo consideraban algo excéntrico pero simpático. Más de una vez buscó unirse con China en contra de la URSS. Incluso, después de una larga entrevista con el comunista español Santiago Carrillo, intentó sumarse al eurocomunismo. Eso no le impedía mantener intensos contactos con el terrorismo árabe. En fin, para todos quienes no captaban que su objetivo principal era el poder, Ceauşescu era un gobernante imprevisible. Pero de acuerdo a la lógica del poder, no lo era.

Como la mayoría de los gobernantes totalitarios, Ceauşescu decía representar una utopía, vale decir, intentaba hacer creer que el reino de su mundo no se encontraba en el presente sino en el futuro. Para que su utopía -la llegada del comunismo en gloria y majestad- fuera realidad, era necesario realizar una revolución la que tendría lugar a lo largo de toda la vida del dictador.

No hay, en verdad, ningún dictador totalitario que no haya hablado en nombre de una utopía. La funciones para-dictatoriales que cumplen las utopías son por lo demás evidentes. De acuerdo al ideal utópico, el presente, la vida real, los seres humanos, todo lo que existe, dejan de ser fines en sí y se convierten en instrumentos al servicio del futuro. De este modo la realidad es vaciada de su presente, lo que es muy grave pues la realidad siempre es presente. Incluso la delación, la tortura, la vejación, pierden su carácter delincuencial y son usados como medios destinados a facilitar el cumplimiento de la utopía. Así, de acuerdo a ese simulacro de religión que es el totalitarismo, la vida es concebida como un medio para alcanzar la felicidad absoluta, esa tierra prometida hacia donde los guía el nuevo Moisés de la Historia, en este caso, Nicolae Ceauşescu. ¿Es ésa una razón por la cual la literatura de H. M. no tiene ningún sentido utópico, ningún ideal futuro, ninguna pretensión trascendente, más aún, ninguna esperanza? Evidentemente; así es. Ella misma lo dijo: “La dictadura asesinó a mucha gente en nombre del socialismo” (1995:50) “Los que opinan que ese no era el socialismo, para mí era el socialismo. Yo no lo llamé así. La misma dictadura se nombraba socialista” (Ibid:52) “Se dice que hace falta una utopía. ¿A quién? ¿Para qué?” (Ibid) “Para estar en contra de la dictadura yo nunca necesité de ninguna creencia” (Ibid:53). Esta última frase, creo yo, es decisiva.

“Para estar en contra de una dictadura yo nunca necesité de ninguna creencia”.

Efectivamente: para estar en contra de crímenes no es necesario trasladarse al futuro ni al cielo. Para estar en contra de un dictador, sea quien sea, no es necesaria una utopía, ni una ideología, ni siquiera una religión. Basta simplemente saber decir NO. Un claro, limpio, decidido NO. Ese NO, no necesita de ninguna justificación. Todo lo contrario, si comenzamos a buscar una justificación para decir NO, ese NO será cada vez más débil y pronto se convertirá en un “sí”. Ese NO que como un hilo recorre toda la obra de H.M, fue la razón por la cual la dictadura intentó aniquilarla, sin jamás lograrlo. Ese NO, no puede ser utópico. Fue ese mismo NO el que impidió a H. M. convertirse en delatora, como exigieron miembros de Securitate, cuando ella trabajaba en una fábrica de maquinarias. O que después, como maestra de escuela se negara a adoctrinar a sus alumnos de acuerdo a la propaganda del régimen. Ese NO, o lo que es igual, su negación a negarse a sí misma, no le dejó al fin otra vía que el exilio. Era, además, la única alternativa que tenía para seguir escribiendo. Y para ella, escribir significaba, si no vivir, por lo menos no morir.

5.
Como es posible observar, la que representaba Ceauşescu era una suerte de teología negativa, es decir, terrenal y demoníaca. Según esa representación, Ceauşescu ocupaba el lugar de Dios sobre la tierra para lo cual su presencia debía ser no sólo omnímoda; además, omnipresente. Su foto debía aparecer en la portada del periódico. Su voz en todos los transistores. Su rostro, en todos los televisores. Su retrato, en todas las calles. Incluso, agrega H. M., estaba presente en las reuniones disidentes, aunque nadie lo nombrara. Ceauşescu vivía incluso en el húmedo miedo que recorría las espaldas de aquellos que emprendían la fuga. Y si alguna vez alguien lo olvidaba, ahí estaban esos vigilantes rondando esquinas, o esos disparos que de pronto rasgaban la noche, impidiendo el olvido de ese nombre; aún en sueños.

En verdad, ninguna religión es seguida con más devoción que las religiones del mal. Las religiones del bien no persiguen a nadie, y porque son del bien no exigen demasiados tributos. Las del mal, en cambio, no dejan vivir en paz. Exigen fidelidad absoluta, entrega total y obedecer al tirano como si fuera un padre. No es broma. “Nuestro Padre”, llamaban sus seguidores a Ceauşescu, del mismo modo que su cruel esposa era llamada “la madre de todos los rumanos”. Y lo peor de todo, escribió una vez H. M., es que eso era cierto. El dictador era el padre de los vivos, pero sobre todo, “el padre de todos los muertos” (1987:76). ¿Fue por eso que una vez H. M dijo: “yo soy una hija de la dictadura”? (1995:21)

Hay una historia que H. M ha narrado en diversas ocasiones y que refleja como ninguna las dimensiones que alcanza la maldad cuando es totalitaria. Esa historia cuenta de una compañera de residencia de H. M. sometida a un permanente acoso sexual de parte de un profesor de educación física quien a la vez era dirigente del partido de la localidad. Gracias a esa tortuosa relación, la niña logró obtener un carnet de miembro del Partido. Está de más decir que ese carnet tenía en los países socialistas un valor superior a un pasaporte. Gracias al carnet, cientos de puertas podían ser abiertas. Además significaba acceder un peldaño en una escala social que terminaba con la entrada a la Nomenklatura, la clase dominante, cuyos miembros vivían lejos del resto de los mortales; en “las tranquilas calles del poder”, según la expresión de H. M.(1992) Sin embargo, el profesor continuó acosando a la niña, y lo hizo hasta el punto que ella, de personalidad no muy estable, amaneció un día muerta. Había puesto fin, mediante acto de suicidio, a su pobre vida. Pero la historia de esa maldad no termina ahí.

Resulta que en la Rumania de Ceauşescu el suicidio era calificado como signo de “debilidad contrarrevolucionaria” y por lo tanto indigno de un luchador comunista. De este modo, la dirección de la escuela ordenó situar el féretro en medio del salón donde la directora pronunció un combativo discurso, estigmatizando al “contrarrevolucionario” cadáver de la adolescente y diciendo: “Ella nos ha desilusionado. No merece ser estudiante de nuestro país y miembro de nuestro Partido” (2007:32). Acto seguido rompió en público el carnet de militante de la niña muerta, y finalmente todas las estudiantes, pañuelos rojos al cuello y con mano empuñada, cantaron la Internacional alrededor del ataúd, mirando fijamente el retrato de Ceauşescu. En fin: una misa, si no negra, roja; muy roja. El hecho de que todos sabían de la relación entre la niña y el profesor, no tenía en ese caso la menor importancia. En la Rumania totalitaria la verdad estaba prohibida y mentir era uno de los mandamientos del nuevo decálogo. “Dentro de la revolución, todo; fuera de la revolución, nada” diría Fidel Castro, interpretando exactamente una de las máximas centrales de todo régimen totalitario. La nada, por cierto, es la muerte.

6.
En la Rumania de Ceauşescu la mentira era una de las condiciones para continuar existiendo. Tenía así lugar una simbiosis entre existencia y mentira. La mentira era la verdad oficial, y para que esa mentira-verdad se impusiera, era necesario realizar ciertas operaciones. La primera consistía en una alteración radical del lenguaje, es decir, recomponer las relaciones entre significantes y significados de acuerdo al discurso del poder. La segunda, la creación de organismos de vigilancia de ese discurso. La tercera, la utilización del terror como medio de vinculación entre el pueblo y el Estado. De más está decir que en la realidad de la dictadura ninguna de esas operaciones era realizada independientemente una de otra. Entre la rearticulación lingüística, la policía secreta y el Estado, había una relación “dialéctica”.

Orwell, como es sabido, escribió en su clásico “1984” acerca de la transmutación que experimenta el lenguaje bajo un régimen totalitario. H. M. fue algo más allá de Orwell. Su aporte consiste en haber mostrado las formas que asume esa transmutación y las consecuencias que de ahí se derivan.

En Rumania la dictadura era llamada “democracia popular”; los opositores eran “criminales”; los que disentían del gobierno eran “traidores y renegados”; los asesinados eran “los desaparecidos”; los nacionalistas eran “los apátridas”; los escritores críticos “agentes del imperio”, la aberrante justicia del dictador era ejercida por “tribunales del pueblo”; los torturadores eran la “Policía Popular”; los encargados del soplonaje en los barrios eran los “Concejos Populares”; y en las fábricas eran los “Comités Revolucionarios”; y así sucesivamente. Bajo esas condiciones, y eso es lo que subraya H. M., el propio idioma se convierte en algo en que no se puede confiar. 

Cualquiera palabra dicha fuera de tiempo y lugar podía ser peligrosa en las “democracias populares”. Además, nunca nadie sabía con quien hablaba. La mejor amiga de H. M., por ejemplo, fue contratada por Securitate para que la espiara, confesión que hizo esa amiga a H. M. poco antes de morir de cáncer (2004:30). En esas condiciones de radical incomunicación sólo hay dos alternativas: o el mutismo o la banalidad. Como los rumanos –latinos al fin- difícilmente caen en el mutismo, se convirtieron bajo Ceauşescu en maestros en hablar frases sin sentido, de modo que los temas más profundos eran el clima y el fútbol. Ceauşescu mismo era “el innombrable”. La gente podía hablar, por supuesto; pero no podía decir nada. La indecibilidad, esto es, el arte de hablar sin decir, se extendió a lo largo y ancho del país.

Ahora bien, en medio de la más radical indecibilidad es imposible establecer relaciones de amistad y mucho menos de amor pues tanto amistad como amor son prácticas gramáticas y dialógicas. Eso quiere decir que sin confianza en el idioma con-versado no puede haber amistad ni amor posible. Sin exageración podría afirmarse que los rumanos, incluyendo a los miembros de la clase dominante, eran presos incomunicados. Cada ser humano era una isla “para sí”, escribió Herta Müller (2003:160). Y Rumania un archipiélago formado por individuos desvinculados unos de otros, aún cuando vivieran juntos.

No deja de haber una gran ironía en el hecho de que hayan sido los sistemas socialistas -precisamente los que se preciaban de combatir el “individualismo”- los que más han fomentado el individualismo. Incluso, la masificación de las relaciones humanas que ha sido llevada a cabo bajo esos regímenes no es contradictoria con la proliferación del más radical individualismo. Por el contrario, es una de sus condiciones; y sobre eso ha escrito mucho Hannah Arendt. Sumidos al interior de masas que aplauden como focas amaestradas a los dueños del poder, los humanos se convierten en seres anónimos, no-personas, entes incapaces de relacionarse entre sí.

La líbido, que aparece cuando es traducida en palabras que intercambian dos seres que confían en “el otro” tanto o aún más que en sí mismo, era destinada durante el “socialismo real” –como amor u odio- a satisfacer la erótica del poder. La explotación libidinosa ha sido bajo el socialismo tan intensa como la explotación económica; y eso es mucho decir. Imposibilitados los humanos de relacionarse a través de un lenguaje cuyos significantes han sido secuestrados; ya sin la menor confianza en las palabras, no desaparece del todo la vida íntima, pero sí, es reducida a su mínima expresión: a lo que resta, a lo que no necesita demasiada gramática para llevarse a cabo: a la pura y simple sexualidad.“No conozco otro lugar” –escribió H.M.- “donde la gente hubiera estado tan hambrienta de sexo como en Rumania. Atravesando las jerarquías eran consumadas en todas partes relaciones extramatrimoniales; ya sea en las fábricas, en las escuelas, en todos los lugares donde yo trabajé” (1991:172). Y al leer esos párrafos escritos por H. M. no puedo sino recordar la “Trilogía Sucia de La Habana” de Pedro Juan Guerrero a cuyo lado los libros de Henry Miller o Erica Jong parecen haber sido escritos para un internado de señoritas.

El sexo, también en La Habana comunista, ha llegado a ser, según Guerrero, el último refugio de los pobres, sean pobres de bienes o de espíritu. Pero al igual que en Rumania no es un sexo erótico sino mecánico. Un sexo sin palabras, un sexo afónico, un sexo convertido en una religión sometida a todos los rituales, pero sin ninguna fe. O dicho así: del mismo modo como la religión puede convertirse en simulacro de las creencias, la fornicación, bajo un orden totalitario, se convierte en simulacro del amor. O en un templo vacío, un templo sin con-templa-ción ni templanza, un lugar donde simplemente se “templa”. Debo agregar que los cubanos, sin darse cuenta del enorme significado del verbo, llaman “templar” al acto sexual.

La hipersexualización de las relaciones personales es narrada por H. M. sin ningún asomo de puritanismo; por el contrario -al igual, pero de modo muy distinto a Guerrero- con cierta comprensión. La fornicación masiva, según H. M., “hacía soportable la monotonía del trabajo en cadena, el aburrimiento en los escritorios”, en fin, la ausencia de amistad y amor (Ibid). Sin embargo, agregaba: “Yo no he conocido ningún otro país donde lo íntimo estuviese contaminado con tantas mentiras y engaños, tan mezclado con la destrucción de la propia sustancia (humana). Nunca he visto ningún país con tanta violencia al interior de las familias, con tantas separaciones, con tantos niños abandonados en el camino” (Ibid)

7.
La imposición de la mentira por sobre la verdad no puede llevarse a cabo sin previa existencia de los aparatos de seguridad. Por esa razón, Securitate, la siniestra policía secreta, estaba en todas partes a fin de asegurar que nadie fuese a decir, en algún momento, una verdad. Tenía así lugar, apunta H.M., una verdadera guerra de guerrillas entre los representantes de la mentira y los de la verdad (2003:108). La misma H. M. cuenta detalladamente como transcurrían los interrogatorios. También cuenta como los interrogados con experiencia, como ella, habían logrado desarrollar una verdadera estrategia de lucha, respondiendo con mentiras a los defensores de la mentira. De este modo tenía lugar una más que paradójica situación en donde los defensores de la mentira intentaban averiguar la verdad y los defensores de la verdad protegían la verdad con mentiras. En cada interrogado, escribe H. M., se producía una “inevitable disociación entre la boca y la mente” (1995:100). Naturalmente, eso ocurría así sólo durante las primeras fases de los interrogatorios. La segunda fase era la de los insultos y amenazas, es decir, la del amedrentamiento.

“Perra”, “Mierda”, “Basura” “Parásito” “Puta”, “Vendida”, eran las amables palabras que tenía que soportar H. M. todos los meses durante los interminables interrogatorios a los cuales era sometida (2003:53). En repetidas ocasiones le pedían el pasaporte, lo miraban y después lo arrojaban al suelo para que ella se inclinara a recogerlo, pensando quizás que un cuerpo humillado es más propenso a decir la verdad exigida. A veces los interrogadores daban con la verdad, pero como ellos vivían en un mundo de mentira, tampoco la creían. Ellos no querían conocer verdades simples sino espectaculares. Como sabían que su razón de ser dependía de un enemigo poderoso, necesitaban un enemigo poderoso (2007:58). De este modo, anota H. M., mientras más aumentaban los agentes de seguridad, más necesario era el aumento de los enemigos, y cuando no encontraban suficientes, los inventaban. Una vez, por ejemplo, los agentes amenazaron a H. M con divulgar la noticia, falsa por supuesto, de que ella mantenía relaciones sexuales con seis estudiantes árabes, agregando “y si nosotros queremos, podemos lograr el testimonio de veinte estudiantes árabes”(2004:201). Y efectivamente, cuando después de la caída del dictador H.M. logró tener acceso a las actas de Securitate, encontró que los agentes habían convertido la difamación en “verdad”, agregando que H. M. dedicaba la mayor parte de su tiempo a la prostitución.

La tercera fase, la de la tortura, y la cuarta, la del aniquilamiento físico, no alcanzó a conocerlas H.M. en carne propia. Pero sí ocurrió con algunos de sus conocidos. Los contactos que tenía H.M. en Occidente, más su condición semi-alemana, la salvaron de la muerte. Ella, en gran medida es una sobreviviente y por eso nunca podrá dejar de recordar los años vividos bajo la dictadura. Aún después de haber recibido el Nobel continúa denunciando a los agentes, los mismos que hoy, camuflados, aparecen como magnates, dueños de fábricas y de hoteles, traficantes de armas, e incluso, como miembros del gobierno rumano (2004:9). En otras palabras: H.M. sigue luchando en contra de la mentira.

Después de haber leído los libros de H. M. estoy convencido que la principal característica de los regímenes totalitarios reside en la hegemonía de la mentira. Dicha hegemonía alcanza ribetes que si uno llegara a olvidar por un momento tantos crímenes, serían cómicos. Cuenta por ejemplo H. M. que en las granjas estatales había dos tipos de vacas: las flacas mal alimentadas, que eran la mayoría, y un reducidísimo número de vacas gordas y lechosas. De este modo, cada vez que el dictador visitaba una granja, las vacas flacas eran escondidas y las gordas eran sacadas a pastar (1995:111). O sea, para que el régimen mantuviese su coherencia era necesario que el dictador creyera en sus propias mentiras.

Mentir significa des-realizar. ¿Ahora, cuánta mentira puede soportar la realidad? Quizás ese día en que fue derribado Nicolae Ceauşescu (22 de Diciembre de 1989) obtuve la respuesta. Hay un momento en que la mentira, por ser mentira, no puede ser más sostenida, o lo que es igual: la realidad no soporta más el peso de su propia negación. Esa imagen televisiva -que todavía hoy no me canso de ver- que muestra esa demostración de masas convocada por la dictadura, masas que en un momento se vuelven, de improviso, en contra del dictador quien asomado en el balcón ya no entendía nada, es la prueba de que la mentira también tiene límites. Dicha escena fue para mí la revelación de un fenómeno casi físico, o si se quiere, físico-histórico ¿Qué había sucedido? Creo que el peso de la mentira había alcanzado en la Rumania de Ceauşescu su punto máximo de presión. La verdad, condensada bajo la dictadura, irrumpía hacia la superficie, y ante los ojos de la terrible pareja dictatorial se convirtió, en fracciones de segundo, en una revolución democrática. Casi un milagro. Digo casi, porque no lo fue. O si se prefiere: si fue un milagro, sólo fue posible porque bajo esa dictadura había vivido gente como H. M. De eso estoy seguro.

8.
Después de la caída de la dictadura, H.M. no puede, tampoco quiere olvidar. Como ella misma ha confesado, sigue pensando en “el otro país”(1989:130) Creo que en ese punto puedo entenderla perfectamente. Su visión de las cosas se ha vuelto comparativa. Eso también lo entiendo. Cada objeto o suceso que llama su atención es comparado con los del “otro país”.

En cierto modo, muchos vivimos “en dos países”. Vivimos además en dos tiempos. El tiempo externo, que es lineal, y el interno, que no lo es. En el tiempo interno -lo prueban nuestros sueños- el pasado será siempre presente y el futuro no existe. ¿Qué es lo que une a H. M. con el “otro país”, con ese país que ya no es la Rumania de hoy? Creo conocer la respuesta. Ese, el “otro país”, es el país del miedo.

Pienso que podemos olvidar lo que una vez hemos amado u odiado, pero lo que hemos temido permanecerá siempre presente, aguardando como un tigre hambriento el momento para saltar sobre su presa. El amor es más fuerte que la muerte, dicen los cristianos. Tal vez. Pero el miedo puede ser más fuerte que el amor. ¿De donde viene ese miedo? H. M., demasiado inteligente, sabe que ese miedo está antes que el “otro país”. Es, como ella lo llama, citando al filósofo rumano Emil Ciorán, “el miedo infundado”, miedo del que todos somos portadores. El problema es que Securitate también lo sabía.

Era sobre el miedo infundado –ese miedo que está antes del miedo- donde los agentes de seguridad operaban a fin de someter a los disidentes a sus designios. Ese miedo infundado busca en cada objeto un lugar donde pueda ser fundado. Ahora, bajo una dictadura, ese miedo encuentra fácilmente sus fundamentos, o como diría Lacan, “el objeto de su deseo”, o lo que es igual: la razón de su ser que precede a su razón. Ahora, ese miedo sin fundamento coexistía durante la dictadura con el miedo real, aquel que es fácil de fundamentar. Y gran parte de los miedos reales son miedos a la verdad pues la no-verdad al no ser verdad no existe.

Hay que admitirlo, tenemos más miedo a la verdad que a la mentira. En Rumania los disidentes tenían miedo de que la dictadura descubriera su verdad: la de disentir. A su vez, la dictadura tenía miedo de que los disidentes descubrieran la verdad del comunismo: el terror organizado. De tal modo que el miedo cubría a la nación como una bruma, miedo al que nadie escapaba, ni siquiera Ceauşescu. O sobre todo Ceauşescu. Como H. M. informa, el dictador era un hombre plagado de miedos los que, como suele ocurrir, tomaban la forma de fobias a virus, microbios, intoxicaciones, en fin, miedo a la verdad (1995:12). Además, tenía un miedo pavoroso a la muerte. La idea del magnicidio, como ocurre con todos los dictadores, no lo dejaba dormir. No nos olvidemos que a causa de ese mismo miedo Stalin hizo asesinar a todo el Comité Central del Partido.

Puede que con el miedo suceda lo mismo que con el amor. Así como el deseo del objeto existe antes que el objeto (otra vez, Lacan) el deseo del miedo también precede a su objeto. Mas, si lo encuentra, ese miedo se inscrusta en nosotros y de ahí no sale mientras vivamos. En el mejor de los casos, podemos aprender a vivir con ese miedo. Incluso usamos estrategias para minimizarlo sin desconocerlo. Los rumanos, por ejemplo, como ocurre siempre en dictaduras, contaban chistes macabros. Uno, entre otros, dice así: “Los vigilantes sólo disparan al aire. El problema es que el aire está dentro de los pulmones”. La misma H. M. recurre en medio de su melancólica prosa a personajes cómicos como aquel “comunista perfumado” de su libro “Heute wäre ich mich lieber nicht begegnet” (1997)

Los psicoanalistas recurren a otros medios para convivir con el miedo. Uno de ellos es “describirlo”. A su modo, los grandes escritores conocen otro: “escribirlo”. Escribir es enfrentar el miedo mirándolo a la altura de sus ojos. En ese sentido no deja de ser interesante mencionar que poco después de haber recibido el premio Nobel 2009 salió a luz, no sé si el mejor de los libros de H. M., pero sí el más estremecedor: “Atemschaukel”. Su tema es el signo del siglo XX: un campo de concentración.

Ya hay autores que han descrito la vida y la muerte en campos de concentración, entre varios, Primo Levi, Aleksandr Solschynitzen, y sobre todo, Imre Kertész (Premio Nobel 2002) en su sobrecogedor libro “Sin Destino”. “Atemschaukel” recuerda en cierta medida a este último, lo que no significa comparar pues la historia de Kertész transcurre en Auschwitz y Buchenwald, y eso no se puede comparar con nada. Lo que sí tienen de común ambas historias es que son narradas desde la inocencia de los personajes. Ni el niño Imre de Kertész, ni el joven Leo de H. M. sabían las razones por las cuales cayeron en un campo de exterminio, en el primer caso; o de esclavitud forzada, en el segundo.

Ya sabemos lo que eran los llamados campos de concentración soviéticos. Ya sabemos también, si sumamos los millones de seres humanos que trabajaban y morían en el Gulag, que no hay otro término para designar a la economía soviética durante la época de Stalin, sino como esclavista. La URSS fue fundada, efectivamente, sobre la base de un modo de producción esclavista, y quien tenga todavía dudas, debe leer “Atemschaukel”. Sin embargo, el propósito de H.M. no es sociológico. Como siempre sucede en sus libros, sólo narra, sin intentar probar ninguna tesis, ninguna teoría, ninguna visión de mundo. El objetivo de ese libro –si es que lo tiene- no es tampoco describir las horribles vidas de los esclavos de Stalin; sobre eso hay suficiente literatura y quien no lo sabe es simplemente porque no quiere saberlo.

Es cierto que el libro describe condiciones terribles al mostrar la vida cotidiana en un campo de concentración: Como la maldad se convierte en rutina, como es la muerte por hambre, como el ser humano es llevado hasta la penúltima escala antes de su muerte, como la dignidad es pisoteada por los “superiores”, como se lucha por un mendrugo de pan, por una bolsa de sal, por un poco de harina. Todo eso y mucho más cuenta H. M. Y sin embargo, hay algo más.

También sabemos por H. M. que aún en las condiciones más terribles que uno pueda imaginar, surge de pronto, nadie sabe como, una cierta mirada, una ayuda inesperada de un prisionero al otro, un gesto de solidaridad, una armónica triste que ritma en la noche, un canto susurrante frente al “ángel de la muerte” y hasta, muy pálido, casi desapercibido, un sentimiento súbito de amor. Quiero decir, H. M. sabe que aún en las peores situaciones siempre hay una esperanza de redención, un algo que les viene a los humanos desde un punto que está más allá de su propia naturaleza. No sé lo que es; pero es “algo”.

Pienso, en fin, que “Atemschaukel” es un libro que nació de los miedos de H. M. El campo de concentración era un destino posible que esperaba a los disidentes rumanos que no eran asesinados. Ese podría haber sido también un destino previsto por H. M. y naturalmente ella temía caer en ese infierno. Nada mejor entonces que enfrentar ese destino escribiendo sobre él. Además, ese había sido el destino de su madre y ésto, pienso, es muy importante.

La madre de H. M. evitaba hablar de los cinco años que sobrevivió en un campo de concentración ucraniano. H. M. debe haber sentido, quizás a través de la agridez de la leche materna, la intensidad de esos recuerdos nunca pronunciados. Y naturalmente ha de haber sentido miedo: ese miedo pavoroso que produce lo desconocido cuando alguien lo conoce y calla. Fue así como -gracias a los relatos, entre otros de su muy querido amigo, el poeta Oskar Piastor, quien había pasado largo tiempo en un campo de concentración estalinista- H. M. reconstruyó pieza por pieza la historia de su madre minimizando así sus miedos. Sin embargo, esa historia no termina con el libro.

Poco tiempo después de la publicación de “Atemschaukel”, fue revelada la noticia de que el muy querido amigo de H. M., el poeta Oskar Piastor, había sido un colaborador de Securitate y delatado a otros intelectuales rumanos conocidos por H.M. Cuando escuché esa noticia en la radio, me dije: “Eso le rompe el alma a cualquiera”.

No así a H. M. Después de todo no es la primera vez que ella ha sido traicionada. Cuando supo la noticia, intentó defender a su amigo; mas, cuando las pruebas demostraron ser irrefutables, tuvo que reconocer la verdad del caso. La reacción de H. M. fue entonces muy digna. Declaró que a pesar de todo, Oskar Piastor seguía siendo para ella un gran poeta. Pero, agregó, si ella hubiera sabido antes, que él había sido un colaborador, no hubiese recurrido jamás a sus testimonios. No sé sí H. M. perdonó a Piastor; mas bien creo que no. Sin embargo ¿no es Oskar Piastor una demostración viviente de lo que ha denunciado H.M. en todos sus libros: la disociación de la personalidad bajo una dictadura totalitaria? En cierto modo la experiencia ya había enseñado a H. M. que la distancia entre un cómplice y una víctima no es tan grande como parece. Fue por eso que las palabras que pronunció H. M. después de conocido el caso, no pudieron ser más precisas: “Oskar Piastor existe dos veces. Ahora estoy aprendiendo a conocer al segundo Piastor. Y eso me entristece mucho”

Fernando Mires, fines de Enero del 2011.



ENTREVISTA A HERTA MULLER

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