En una oportunidad escuché a una antropóloga afirmar, que los seres humanos, tal como lo somos hoy día, comenzamos a serlo cuando adquirimos la conciencia de la necesidad de enterrar a nuestros muertos.
En días recientes, ante el fallecimiento del padre de la familia, los hijos decidieron, en virtud de que tres de los cuatro ya viven fuera del País, llevarse su cuerpo para enterrarlo en tierras extranjeras. Esta decisión, que significó no sólo grandes costos económicos, sortear muchos inconvenientes burocráticos y pragmáticos, sino además una muy pesada carga emocional, me hizo reflexionar sobre la dimensión de la tragedia en la que vivimos los venezolanos.
Con profundo dolor y desaliento hemos venido observando y padeciendo cómo nuestros jóvenes buscan otras fronteras donde desarrollarse como individuos, trabajadores y profesionales. Cómo amigos de siempre, aún cuando no tan mozos, también optan por esa alternativa, a pesar de que muchas veces deben empezar de cero, luego de una larga e incluso exitosa carrera, con el único deseo de procurarle a sus hijos una vida mejor, o al menos mejores alternativas; lo que a su vez trae como consecuencia, que adultos mayores de la tercera edad, siguiendo a hijos y nietos, nos abandonen y formen parte de esa nueva aventura.
Pero hasta ahora, y a pesar de las evidencias y de las altas cifras que respaldan lo dicho, siempre habíamos tenido la esperanza de que nuestra gente, en algún momento, cuando pasara el vendaval, iban a regresar a su patria, a colaborar con su experiencia extranjera, con la recuperación del país, y así, amigos y familiares, venezolanos todos, nos reencontraríamos en abrazo fraternal.
Pero cuando no son sólo los vivos los que se van, sino que éstos se llevan a sus muertos, la situación es otra: ahora sí se queman las naves del retorno y éste se convierte, si acaso, en sólo una añoranza.
La dimensión de esta realidad es enorme. Hasta hace diez años, Venezuela había sido un país de inmigrantes no de emigrantes. De todas partes del mundo venían a esta llamada “sucursal del cielo” y eran recibidos con solidaridad y afecto. Hoy la ecuación es a la inversa: somos los venezolanos, los que nos vamos y a quienes se debe recibir en otras tierras, con la agravante de que muchos de esos compatriotas que se van, lo hacen no sólo con el ánimo de no volver sino de olvidar.
¿Pero podrán hacerlo? ¿Realmente podrán olvidar estas tierras por donde transitaron infinitos caminos? Algunos lo harán, pero la gran mayoría, estoy seguro, que no lo logrará. Pero también sé que el próximo año será determinante para que o se agrave la situación o la misma sea revertida.
Desde hace tiempo vengo afirmando que la encrucijada está muy cerca y por ello debemos trabajar sin descanso para lograr los cambios que el País requiere. La tarea es titánica pero se puede lograr. Sólo hace falta querer hacer las cosas con honestidad y trabajo, mucho trabajo. Por suerte somos muchos los comprometidos de manera visible para alcanzar estas metas y muchos más quienes día a día con una conducta honrada y digna, desde sus hogares y trabajos se esfuerzan por salir adelante y rescatar a la Nación.
Para nosotros, para los que nuestro plan “B” es profundizar nuestro plan “A”, Venezuela siempre será nuestro hogar. Un hogar por el que debemos trabajar arduamente y hacerlo cada vez mejor, para que los hijos que la abandonaron decidan volver y así un día, como dijo el poeta, no sigan llorando por calles extranjeras: “Madre como son ácidas las uvas de la ausencia”.
Jesús Urdaneta Hernández
C.I. 4.391.814
Email jesusurdanetah@gmail.com
Twitter @jesusurdanetah
No hay comentarios:
Publicar un comentario