¿Cómo
así? Número 8.
Editorial
Quien lea la introducción a este número 8 de Como así, no se detendrá hasta concluir la lectura completa de la revista. Manuel García Cartagena, director de la misma, nos sitúa, sin sutilezas ni adornos, en la exacta realidad que estamos viviendo de la cual a menudo nos convertimos en espejos o espejismos.
Si algo requiere este tiempo es que procuremos alguna señal de lucidez que nos permita aprehender la dimensión de todo aquello que nos vulnera de una forma o de otra, y cómo poder defendernos sin arremeter contra las esperanzas que aún guardamos, de paso, muy escondidas, para no herir la susceptibilidad de alguien.
No son tiempos fáciles. Y esta publicación gratuita y en línea tiene la inmensa virtud de situarnos en este hoy y de invocar nuestra presencia y acción en dirimir las vías de deslastrarnos de los males -vendidos como bienes- a que estamos sometidos. En esta ocasión nos presenta a un grupo de creadores que intentan hacerlo con pasión y creación. De lectura Imperdible. mery sananes
Sólo quienes, en
cada sociedad, están dispuestos a no dar su brazo a torcer ante los fariseos
que controlan el mercado de los privilegios para así preservar intacta su
propia idea de la libertad son capaces de asumir a plenitud el trabajo de
creación artístico-literaria y de producir, desde ese lugar, obras
verdaderamente importantes.
El resto de las personas, aun aquellos que podrían
ser considerados buenos técnicos, artesanos notables o escribas ingeniosos,
apenas accederán, en el mejor de los casos, al estatuto de productores de
artefactos destinados al consumo más o menos masivo, aunque para ello
tengan que engrasar periódicamente los engranajes del marketing y cumplir con
los rituales que imponen esas tradiciones abstrusas que, como si todo el mundo
fuera parejamente ingenuo, insisten a diario en confundir el valor artístico
con la moralidad y la calidad literaria con el culto a las tradiciones y las
buenas costumbres.
De hecho, no hace falta ser un genio para comprender lo que ha
ocurrido con la idea de libertad en el mundo occidental luego del derrumbe del
muro de Berlín en 1989. Sólo hay que imaginar el estupor de aquellos millones
de habitantes de los antiguos países de la órbita socialista al descubrir,
luego de la caída de la cortina de acero, que por fin podrían tratar de
realizar sus rancios sueños truncos, satisfacer sus antiguas voluntades
largamente reprimidas, dar curso a sus viejas ansias de ver cómo era el mundo
al otro lado de aquellas barreras dentro de las cuales se habían visto obligados
a aceptar como buena y válida la versión de la historia que el poder político
les había impuesto.
Quienes logren imaginar esto comprenderán mejor por qué, cuando los
habitantes de ambos lados del mundo político, el Este y el Oeste, pudieron
estrecharse por fin las manos sin recelarse mutuamente, sobre las ruinas y con
los pedazos de la antigua “internacionalización” se comenzó a construir lo que
en cierto momento se dio en llamar la “globalización”, luego la
“mundialización”, y que no es más que esa amalgama de ácido fluido no
newtoniano cultural que hoy tiende a licuar y disolver todos los
indicadores del antiguo orden social y cultural.
A pesar de lo que ese vasto fenómeno implica de catarsis colectiva, y
de manera tan subrepticia que es casi como si alguien no quisiera dejarnos
saber que hasta el mismo cuento del fin de los relatos es en sí mismo otro
relato, presenciamos hoy cómo se remoza ante nuestros ojos la misma vieja
oposición entre libertad y libertinaje. Es cierto, sin embargo
que, a diferencia de lo que aconteció en el período de entre guerras, el
sentido de este remozamiento no parece partir de la estética para alcanzar la
ética. Antes al contrario: lo que en la actualidad se lleva a cabo es el más
profundo desmonte de la rancia base de valores sociales culturales, lo cual,
por vía de consecuencia, ha terminado minando por sus bases y sin mucha
alharaca a la vieja oposición entre aquello que es arte o literatura y aquello
que no lo es.
Y por eso, bajo los efectos de esa vasta operación de deconstrucción,
a la altura de esta segunda década del siglo XXI, la idea de libertad, cuya
semántica la mantenía intrínsecamente relacionada a la noción de responsabilidad,
ha quedado pragmáticamente anexada a esa pulsión que consiste en satisfacer de
manera inmediata todos los deseos, sin detenerse a calcular los riesgos ni las
implicaciones de las ejecutorias que persigan esos fines. Ante esto, sería casi
un chiste aducir que la única libertad de Narciso es la que consiste en
hundirse hasta el fondo del lago, aunque tal vez lo verdaderamente trágico en
todo esto es que ya nada resulte trágico: en nuestra época, la ridiculez ha
pasado a convertirse en el lenguaje universal.
En toda la historia de occidente, no es tal vez la nuestra la única
época en que la libertad se ha quitado de encima su tiara sagrada para pasar a
comportarse como una simple palabra de a pie, pero sí es la primera en que este
cambio no se vive —al menos todavía— como el resultado de una “revolución” ni
de una deflagración, bélica o de cualquier otro orden. A la altura de esta
segunda década del siglo XXI, en la misma medida en que un terremoto de nuevas
sensibilidades estremece las antiguas convicciones y los gustos anquilosados,
el derrumbe de los canales por medio de los cuales se solía fabricar la
“importancia” cultural ya resulta ostensible.
Y es precisamente esto lo que sume en el ridículo más ramplón y
chabacano todos esos rituales por medio de los cuales, en esas sociedades cuyos
centros hegemónicos se hallan atrofiados por una inercia de varios siglos, se insiste en mantener en
vida, de manera artificial y flotando sobre un océano de indiferencia ante las
serias carencias que afectan a los sectores educativos, el cadáver de la
“gloria” artístico-literaria, esa antigualla forjada en la época en que los
grandes capitales coloniales se sentían ensoberbecidos en su afán de igualar el
esplendor de los antiguos imperios, y en particular los del Lejano Oriente.
¿El ridículo no
mata?
En esas
circunstancias, cabe la pregunta: ¿cuánto estaría dispuesto usted a pagar para
que el ridículo no lo mate? Las formas de evitar el ridículo son tan
propiamente ridículas que asustan. Las hay para todos los presupuestos: puede
elegir entre invertir en vanity publishing, o en media tours, en idol
makers o en pagarles a los influencers, a.k.a “bocinas”. Sin
embargo, una cosa parece cierta: o paga o no se pega. La diferencia es que, si
paga, lo enseñarán a nadar en el ridículo y a esconder la ropa. Y si no paga,
etc. Y aunque pensarlo es sin duda sumamente aburrido, conviene preguntarse:
¿realmente vale la pena pagar para pegarse? Si pagar para evitarlo tampoco nos
vacuna contra el ridículo, ¿por qué hay personas que se prestan al juego
macabro del estraperlo? ¿Quién puede creer realmente que la palabra de un juez
que uno mismo ha comprado tiene algún valor, incluso y sobre todo cuando lo que
la película cuenta es que esa precisamente es la palabra que nos “consagrará”?
¿Y quién se puede tragar seriamente el cuento de que uno de esos jueces
vendidos puede “condenar” a alguien? ¿Puede alguien imaginar un laxante más
eficaz que ese?
Tal vez pagar sea inevitable en las sociedades contemporáneas, pero si
hay algo cierto es que, como ocurre con los venenos y los perdones, el
verdadero arte no se puede mercadear. Uno puede, claro que sí, gastarse todo el
dinero que uno pueda en esa empresa, comprar periodistas, e incluso doblegar a
los mismos odiadores de siempre, pero el resultado será invariablemente el
mismo, ya que el verdadero arte nunca está de moda y siempre aguarda su
momento. Es intempestivo, y esa es toda su fortaleza.
¿Cómo así?
Este octavo
número de ¿Cómo así?
arremete contra el trágico desfase donde nace ese ridículo que, sin lugar a
dudas, es lo único profundo que se puede encontrar en la actitud de ciertos
personajes que, en cada uno de nuestros países, se parapetan detrás de sus
vínculos con el poder para, desde allí, cargar los dados y soplarse a sí mismos
sus propios aires de grandeza. Entre otros objetivos, este número busca
presentar una serie de opciones de peso ante el contemporáneo predominio de la
infatuación. Cada uno de los colaboradores de este número ha sobrevivido a su
manera a más de una batalla por el valor simbólico en la que el bando de sus
enemigos ha tirado a la cabeza.
Así, la dominicana Leibi Ng, encabeza la sección de poesía con una
muestra de sus textos que se decantan por su propia calidad de casi todas las
versiones que pretende imponernos un main stream cuyo diseño, allí donde
se le encuentre activo, es siempre de importación, como sucede cuando se asume
como hipótesis de trabajo que el mundo está lleno de inmigrantes. El diáfano
discurrir de ese Yo-poético de Leibi Ng enarbola un uso lingüístico
excepcionalmente plástico que debería bastar para singularizarla si esta fuese
una época dotada de conciencia simbólica. Sin embargo, como ya se ha dicho,
pare ahora olmos ese peral…
El siguiente en la lista es G.C. Manuel, ido a destiempo de su propia
patria de pedos grises y luego retornado en el inicio del fin de los tiempos.
Un casipoeta que logró domesticar temprano aquel «idioma de las furias» del que
hablaba Adrián Javier; un personaje condenado al exilio generacional por sus
propios contemporáneos, desclasificado a posta, derrelicto a conciencia y
silenciado en contumacia. Los textos que aquí se incluyen pertenecen a su
producción de la década de 1980, época en que cometió el pecado imperdonable de
ser él mismo en una sociedad que comenzaba entonces a arrebañarse en su propia
salsa pero como quien se mira desde otra parte.
Le sigue Fernando Valerio Holguín, un poeta a tiempo completo, tanto
en prosa como en verso, capaz de cultivar incluso entre las piedras la flor de
la libertad. La fuerza expansiva de su estro lo condujo a protagonizar varios
de los primeros asaltos contra el inmediatismo realista y el servilismo
ideológico que predominaban en la literatura de los años 80, razón por la cual
se le mantuvo silenciado durante décadas tanto entre los narradores como entre
los poetas. A pesar de su larga permanencia en los EE.UU., es tal vez uno de
los autores dominicanos contemporáneos que mejor domina su lengua de expresión
y de reflexión, que es el español
Viene a continuación el puertorriqueño Edgar E. Ramírez Mella, un
poeta híbrido, en el sentido de que maneja simultáneamente varios
registros, varios lenguajes e incluso varios códigos, desde los de la poesía de
la experiencia hasta ese neo expresionismo tan al gusto de los poetas de los
80, pasando por interesantes incorporaciones de otros planos de la subjetividad
propios del arsenal surrealista (onirismo, deseo, extrapolaciones, etc.). En
todos esos planos sus textos rezuman una fina ironía en ocasiones emula la
politopía propia de las elaboraciones barrocas.
Del peruano Pedro Granados, siguiente en el índice, vale la pena
resaltar el grado de conciencia del oficio y, sobre todo, su particular
predisposición para el combate cuerpo a cuerpo con la lengua-símbolo, la
lengua-sociedad y la lengua-cultura. La muestra de sus trabajos que aquí se
incluye se abre con la reproducción de un texto recientemente publicado en su
blog personal que, bajo el título «El poeta más odiado», basta para justificar
su inclusión en este número de ¿Cómo
así?
Abre la sección de relatos una narradora de armas tomar: la dominicana
Kianny Antigua, quien, como toda una maestra en los secretos del antiguo arte
ninja del despellejamiento y disección de los cuerpos, exfolia aquí numerosas
muestras del contenido de un libro suyo de minicuentos que había permanecido
inexplicablemente inédito hasta la fecha. De todos los colaboradores en este
número, es tal vez Kianny Antigua la que menos se ajusta a su esquema organizativo,
debido a su ya inveterada costumbre de ganar premios en certámenes literarios
de todo tipo. Que de ninguna manera impida esto reconocer en ella una talentosa
y exitosa representante de la economía verbal —un arte prácticamente en vías de
extinción— que constituye uno de los secretos de la excelencia en materia de
literatura en lengua española.
El siguiente narrador no es otro que el mexicano Artemio Ríos Rivera,
maestro en varios sentidos y dueño de una prosa que late y mana una sangre
propia con una libertad figurativa que lo mantiene lejos, muy lejos de los
caminos trillados. Un ojo atento lo lleva a cultivar los detalles procaces, al
borde de la repulsión, para integrarlos en unos esquemas narrativos donde
adquieren una inusitada autonomía semántica. Muestras de “realismo sucio” o de
“feísmo”, los relatos que nos comparte Ríos Rivera ponen de manifiesto la
vitalidad de su narrativa, la cual reside en una franca y personal
interpretación de la hibridez posmoderna.
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