Material para una necesaria reflexión
No nos llamemos al engaño, Bin Laden era uno de los hombres más peligrosos del mundo. No tiñamos, ni por asomo, su cruel personalidad de algún color idealizado que lo iguale a un probo luchador por las causas justas. Era un terrorista, de los peores, que no sólo hablaba, sino también actuaba, y que en su ánimo guardaba el deseo de imponer su distorsionada visión del mundo a través del miedo y de la muerte. Eso es algo a lo que absolutamente nadie tiene derecho.
Llama la atención el debate creado en torno a la forma en la que se le dio muerte y a sus implicaciones. Amén del misterio que aún ahora rodea lo que fue el operativo militar en el que se ultimó a ese baluarte del terror, creo sano reflexionar sobre el tema, de cara a futuras y evidentemente posibles acciones similares que puedan llevarse a cabo desde lo que acá llama el oficialismo “el imperio”, contra otros criminales de la misma calaña.
Tema escabroso. Hay aspectos que conviene revisar, sobre todo si pensamos en la Humanidad como un fin en sí mismo y si creemos de verdad, y no sólo cuando conviene, en la preeminencia de los DDHH como modo de vida. El dilema está en si es válido o no que para terminar con el mal recurramos al mal. Los norteamericanos han reconocido, hasta como si una gracia fuera, dos cosas muy perturbadoras: Que el “cabo suelto” que permitió la ubicación de Bin Laden fue un mensajero al que se le torturó repetidas veces –así lo expresó la CIA- a través del método de la “asfixia simulada”, para obtener información; y que Bin Laden “opuso resistencia” a su captura, pero que en el momento en el que se le eliminó estaba desarmado.
Esto es perturbador porque en ambos hechos pareciera revelarse una vocación belicista y vindicativa que no enlaza bien con la defensa de la libertad, de la paz, del Estado de Derecho, de la democracia o de cualquier otro de los valores, que se supone, cultiva el American way of life. No se puede decir con honestidad que “el mundo es ahora un sitio más seguro”, aun con la muerte de un criminal de tal entidad, cuando el poderío bélico norteamericano -y aceptemos, por mucho que seamos solidarios con las víctimas de su terrible experiencia del 11S, que también han actuado así en otras oportunidades menos “justificadas”- se atreve, sin autorización, a ejecutar operaciones encubiertas en otros países en las que elimina a quienes considera sus enemigos, aunque estén desarmados al momento de la confrontación, y cuando se sirve de la tortura para obtener los datos e informaciones que necesita para proceder.
Es inaceptable que Bin Laden haya matado a cerca de 3.000 personas inocentes en su atentado más publicitado, todas ellas desarmadas, y sin que le temblara el pulso, sólo como un símbolo de su yihad islámica. Son imperdonables, su irrespeto a la vida ajena, su fundamentalismo y su amor al terror como herramienta, pero todos estos rasgos lo que hacen es revelarlo a él como un criminal, y lo sitúan en el lado oscuro de esa línea que distingue a los servidores del mal de los hombres de bien.
La cosa ahora, está en saber de qué lado de esa línea nos situamos nosotros. No cuestiono que Bin Laden haya sido un terrorista, él mismo se reivindicó como tal, y con ello selló su destino, pero no desconozcamos, prendados de ciegas euforias, que la “etiqueta” de delincuente y el mote de “terrorista” son muy fáciles de atribuir a cualquiera, sobre todo cuando se tiene el poder para hacerlo ¿No me lo creen? Pregúntenle a los presos políticos venezolanos, si es cierto o no que han sido tildados de cualquier barbaridad desde el poder, o si es verdad o no que algunos de ellos aún inocentes, han sido calificados hasta de “terroristas” –Peña Esclusa, por ejemplo- a conveniencia, sin que siquiera se les haya seguido un juicio justo, y sin base alguna más que la del deseo del gobierno de afianzar su intolerancia.
La tortura es un crimen, aquí y en todas partes; igual lo es el exceso en el uso de la fuerza y el asesinato de personas desarmadas, incluso en conflictos bélicos. Así lo dicen los tratados y convenciones que rigen la materia. Las preguntas entonces son: ¿Podemos luchar contra criminales convirtiéndonos a la vez en criminales? ¿Es válido hacer con quien se considera un enemigo cualquier cosa? En mi parecer, tan inaceptables y nefastos son el terrorismo y sus métodos, como nefasto e inaceptable es que la tortura y el asesinato se enseñoreen y legitimen, como medios de lucha contra el mal, sea de la naturaleza o de la gravedad que sea.
Pienso –y espero reconozcan mis detractores que mucho habrá de vindicativa irracionalidad, de tripas pues, en su cuestionamiento- que más habría ganado la humanidad, si en lugar de eliminarlo, se hubiese llevado a Bin Laden a la justicia, para que respetando esas esenciales normas de convivencia que tanta sangre nos han costado, y que llamamos Derechos Humanos, desmitificarlo y develarlo en el proceso como un imbécil histórico más –que lo fueron Hitler, Stalin y lo son otros aún vivos e igual de funestos- y como uno de esos personajes recurrentes, que de tanto en tanto manchan la historia humana con su estulta pretensión de ser poseedores de una “verdad absoluta”, que al final no resulta ser más que una monstruosa mentira que oculta engaños de proporciones épicas. Se debía, en mi opinión, pasar por encima del anhelo de venganza y de la necesidad de “subir los puntos” ante el electorado norteamericano, y hacer de Bin Laden un ejemplo histórico de cómo a los criminales, incluso a los más terribles de ellos, se les castiga con todo el peso de la ley, pero sin comportarse en la jugada como ellos.
Más allá de la ilusoria tranquilidad que pueda ofrecer la muerte de Bin Laden –esperemos que ésta no se iguale al corte de una cabeza de Hydra, y que no acarree consecuencias peores- se ha perdido una importante oportunidad para reivindicar el valor de las normas contra el terrorismo y para demostrarle al mundo, que lo necesita, que el imperio de la ley y el respeto a los DDHH, por encima de las humanas pasiones –entendibles, pero impropias para marcar las pautas de conducta generalizada- son posibles.
Seguro no faltará quien me reproche que no estoy ponderando el dolor de las miles de familias que resultaron irremisiblemente dañadas por los actos de este maligno personaje, o que pretendo lenidad para él; pero no, lo que busco es reafirmar la vigencia de la Ley, y especialmente el carácter irrenunciable e inalienable de los DDHH, como mecanismos indiscutibles para procurar nuestra pacífica coexistencia.
¡Cuidado con las ovaciones a priori, o con las simpatías automáticas nacidas de la humana y sensata solidaridad con las víctimas de los criminales! Ambas duran en muchos, lamentablemente, lo que dura un estornudo. Hay “gracias” que sólo se ríen hasta que es a un cercano, o a uno mismo, al que le toca padecer, vengan de dónde vengan, la tortura, los excesos en el uso de la fuerza bélica o el abuso de poder.
GONZALO HIMIOB SANTOMÉ
Contravoz
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