Serias sospechas de derrumbamiento político atraviesan los intersticios de lo que aún denominan Proceso (pronunciado con menos fuerza). Hay una intuición que capta en la masa la cercanía del descalabro. Nadie lo duda. La principal característica de la histeria colectiva es que la conducta patológica se manifiesta en un gran número de comilitantes del régimen. Hasta los más recalcitrantes ortodoxos del inefable “socialismo” transpiran los quejidos. Hubo un momento en que parecían invencibles, y a la otra parte de la sociedad, antagónica de sus indigestiones ideológicas, la estuvieron considerando como invisible.
A las más abyectas de las humillaciones fueron sometidos quienes han tenido la legítima y natural actitud de adversar las posiciones oficialistas, no por ultrancismo, sino por avizorar el fraude en las ejecutorias de las políticas públicas en las que nos han pretendido encallejonar este hatajo (con h) de hitlerianos tropicales. Los “planificadores” del gobierno asoman, como mascarón de proa, inflexibilidades en las decisiones.
A mala hora fruncen el ceño para espantar las incómodas observaciones de los contestatarios. La autocrítica les resbalaba, se creían y se la estuvieron dando de autosuficientes. Únicamente ellos poseían el prodigio, incompartible, de atesorar la verdad absoluta y acrítica. La deleznable situación del país hoy les retrata la ineptitud a cuerpo entero.
Por eso y sólo por ellos es que estamos como estamos: en las peores condiciones sociales y económicas, en la más crítica inseguridad jurídica y ciudadana, en un descrédito internacional. Estamos imbuidos en la jamás conocida precariedad ética y moral. Una nación con su extraordinario potencial para el sostenible desarrollo humano integral no merece la abominación causada por parte de estos detentadores circunstanciales del poder.
Súmesele la deplorable complicidad, rayana en lo obsequioso, de unos ideólogos resentidos con la Academia, que al no conseguir cartel de donde asirse para experimentar sus inextricables lecturas han encontrado el rojo escenario nacional como lo más propicio para desbaratarse en tales orgiásticas ideas. La acumulación incontenible e insoportable de errores y desaciertos en todos los ámbitos, sectores y áreas ubica al actual régimen como el peor de la historia contemporánea de Venezuela.
Tal vez sea la presente gestión la de menor cualificación en Latinoamérica, a pesar de todos los gastos a espuertas para granjearse, tarifa mediante, los elogios artificiosos de la región. Las expectativas levantadas de justicia social y reivindicación de los pobres constituyen en la actualidad un inmenso fraude. Y precisamente es el cuadro social de los desfavorecidos el que ya ha trazado las rutas de las justas y contundentes protestas, con lo cual hacen que quienes les ofrecieron un nuevo relato mítico de “dictadura del proletariado” entren en desbandadas.
A cada instante afloran las recíprocas acusaciones por inmoralidades y latrocinios. Ya es cotidiano que se disparen los mecanismos de exclusión y purgas del partido único, estructurado para someter, silenciar y divulgar un pensamiento adocenado y servil. Quedan cruzadas las emociones de vergüenza y tristeza cuando se percibe la suprema genuflexión y entrega del resto de los poderes públicos ante el Ejecutivo, para no incomodar o importunar los caprichos del “émulo de Zeus”. Creído dios del Olimpo a pesar de las inocultables limitaciones sicofísicas.
La esencia del sistema democrático lo define la separación de los poderes, para que cumplan sus competencias con carácter autonómico, sin embargo, en esta hora aciaga del país los poderes se han unificado y reptan ante quien se dice ungido para una tarea de predestinación. Los poderes no hacen otra cosa que cohonestar y encubrir atrocidades. Tuercen contenidos constitucionales y legales, omiten acciones cuyos propósitos tenderían a reivindicar la condición de ciudadanía, y no la imposición del talante de súbditos de un desquiciado reinado.
A pesar de la fortaleza engañosa que quieren aparentar, ya se cuelan por los más variados resquicios, que abren troneras, un susto intenso y paralizador, una angustiante confusión porque saben que tienen la obligación, inescurrible, de responder jurídicamente y ante la historia por tantas tropelías y locuras cometidas. Ya saben que está trazada una fecha de caducidad.
A las más abyectas de las humillaciones fueron sometidos quienes han tenido la legítima y natural actitud de adversar las posiciones oficialistas, no por ultrancismo, sino por avizorar el fraude en las ejecutorias de las políticas públicas en las que nos han pretendido encallejonar este hatajo (con h) de hitlerianos tropicales. Los “planificadores” del gobierno asoman, como mascarón de proa, inflexibilidades en las decisiones.
A mala hora fruncen el ceño para espantar las incómodas observaciones de los contestatarios. La autocrítica les resbalaba, se creían y se la estuvieron dando de autosuficientes. Únicamente ellos poseían el prodigio, incompartible, de atesorar la verdad absoluta y acrítica. La deleznable situación del país hoy les retrata la ineptitud a cuerpo entero.
Por eso y sólo por ellos es que estamos como estamos: en las peores condiciones sociales y económicas, en la más crítica inseguridad jurídica y ciudadana, en un descrédito internacional. Estamos imbuidos en la jamás conocida precariedad ética y moral. Una nación con su extraordinario potencial para el sostenible desarrollo humano integral no merece la abominación causada por parte de estos detentadores circunstanciales del poder.
Súmesele la deplorable complicidad, rayana en lo obsequioso, de unos ideólogos resentidos con la Academia, que al no conseguir cartel de donde asirse para experimentar sus inextricables lecturas han encontrado el rojo escenario nacional como lo más propicio para desbaratarse en tales orgiásticas ideas. La acumulación incontenible e insoportable de errores y desaciertos en todos los ámbitos, sectores y áreas ubica al actual régimen como el peor de la historia contemporánea de Venezuela.
Tal vez sea la presente gestión la de menor cualificación en Latinoamérica, a pesar de todos los gastos a espuertas para granjearse, tarifa mediante, los elogios artificiosos de la región. Las expectativas levantadas de justicia social y reivindicación de los pobres constituyen en la actualidad un inmenso fraude. Y precisamente es el cuadro social de los desfavorecidos el que ya ha trazado las rutas de las justas y contundentes protestas, con lo cual hacen que quienes les ofrecieron un nuevo relato mítico de “dictadura del proletariado” entren en desbandadas.
A cada instante afloran las recíprocas acusaciones por inmoralidades y latrocinios. Ya es cotidiano que se disparen los mecanismos de exclusión y purgas del partido único, estructurado para someter, silenciar y divulgar un pensamiento adocenado y servil. Quedan cruzadas las emociones de vergüenza y tristeza cuando se percibe la suprema genuflexión y entrega del resto de los poderes públicos ante el Ejecutivo, para no incomodar o importunar los caprichos del “émulo de Zeus”. Creído dios del Olimpo a pesar de las inocultables limitaciones sicofísicas.
La esencia del sistema democrático lo define la separación de los poderes, para que cumplan sus competencias con carácter autonómico, sin embargo, en esta hora aciaga del país los poderes se han unificado y reptan ante quien se dice ungido para una tarea de predestinación. Los poderes no hacen otra cosa que cohonestar y encubrir atrocidades. Tuercen contenidos constitucionales y legales, omiten acciones cuyos propósitos tenderían a reivindicar la condición de ciudadanía, y no la imposición del talante de súbditos de un desquiciado reinado.
A pesar de la fortaleza engañosa que quieren aparentar, ya se cuelan por los más variados resquicios, que abren troneras, un susto intenso y paralizador, una angustiante confusión porque saben que tienen la obligación, inescurrible, de responder jurídicamente y ante la historia por tantas tropelías y locuras cometidas. Ya saben que está trazada una fecha de caducidad.
ABRAHAM GÓMEZ R.
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