La
utilidad y pertinencia del calificativo “fascista” para el análisis político
enfrenta hoy dos formidables obstáculos. El primero tiene que ver con la
banalización del término por parte de cierta izquierda, luego de la Segunda
Guerra Mundial. El hecho un tanto azaroso de que la Unión Soviética emergiera
de esta horrible conflagración en el bando defensor de los derechos humanos –no
olvidemos que había pactado con Hitler en 1939- le permitió proyectarse como el
campeón del anti fascismo, obviando las grandes similitudes entre ambas
manifestaciones de totalitarismo.
La
propaganda estalinista logró que esta apreciación tuviese como corolario que
todo crítico del comunismo fuese “fascista”. Ello cobró sentido durante la
Guerra Fría, cuando los EE.UU. aupaban dictaduras anticomunistas altamente
represivas. No obstante, estos regímenes militares oprobiosos, conservadores,
tenían poca afinidad con el vigor revolucionario del fascismo clásico. De ahí
se extendió progresivamente la aplicación del término a todo aquel ubicado a la
“derecha” del espectro político, hasta hacer de ambos vocablos prácticamente
sinónimos, muy conveniente para descalificar al adversario desde la izquierda.
No
obstante, el fascismo existió como fenómeno y a pesar de la banalización en el
uso del término, es menester un esfuerzo por precisar su correcto significado
si ha de tener provecho para el debate político. Y aquí se asoma la segunda
gran dificultad: ¿Se puede usar el término para señalar experiencias diversas,
pero con importantes rasgos comunes, o sólo la Italia de Mussolini fue
fascista?
Para
Umberto Eco, por ejemplo, la experiencia italiana no debe entenderse como
padre” doctrinario de otros movimientos similares, fundamentalmente porque la
gesta fascista de Mussolini nunca se sujetó a una doctrina. A pesar de su
retórica grandilocuente, fue un líder oportunista, pragmático, que adaptaba su
ejercicio de poder a las exigencias del momento.
Por
su parte, las otras experiencias europeas que suelen calificarse de fascistas
–nacionalsocialismo alemán, falangismo español, Ustazi Croata, Guardia de
Hierro rumana, el movimiento húngaro de Szalasi- se inspiraban en raíces
nacionalistas particulares, refractarias a su uniformación bajo una sola
ideología, como sí ocurrió con el comunismo. Eco prefiere denominar esto Ur-fascismo. Otros, como Stanley Payne,
argumentan a favor de un “fascismo genérico”, es decir, de la existencia de
características comunes en movimientos distintos que justifican su agrupación
bajo el término fascista. Es la línea que se sigue a continuación.
Entre
los elementos que caracterizarían al fascismo genérico está su inspiración
épica, sustentada en una mitificación de un pasado heroico en el que se forjó
la nación o la etnia. La invocación de ese pasado como síntesis de la grandeza
a la cual debe aspirar el pueblo, alimenta un nacionalismo visceral que sirve
de aliciente a gestas revolucionarias.
Debe
pulverizarse todo aquello que se interponga al rescate de esa “esencia heroica”,
en particular la influencia corruptora del capitalismo internacional –la
plutocracia financiera mundial judía, a que se refería Hitler- y las
“blandenguerías liberales” del Estado burgués, que impiden el alcance de la
verdadera justicia. Esta amenaza es encarnada por un peligroso enemigo externo y
sus agentes internos, que deben ser desenmascarados y aniquilados.
Lejos de ser
conservadores, los regímenes fascistas buscaban radicalizar continuamente el
proceso, proponiendo siempre nuevos objetivos en aras de mantener en tensión a
sus seguidores y evitar que cayera su entusiasmo para con el glorioso destino
prometido. La argamasa entre el líder y sus seguidores era de
naturaleza emotiva, visceral, no el producto de una reflexión racional. La
invocación guerrera de batallas y enemigos desplazó a la política como forma de
dirimir diferencias.
Para
garantizar el triunfo, era menester cerrar filas en torno al Gran Líder carismático, quien comandaba
la “revolución”: el individuo debió someterse al Estado, expresión del Bien Común que él encarnaba. Se instaló
un régimen de obediencia, basada en el culto a la personalidad, en el que las
aspiraciones individuales debían dar paso al interés colectivo -la nación- como
bien superior, de cuyos secretos, especificidades y prioridades, sólo el Gran Líder sabía descifrar.
En este orden, fueron
eliminadas organizaciones sociales autónomas –sindicatos, ligas campesinas,
asociaciones profesionales, culturales- para remplazarlas por “frentes
nacionales” que agrupaban a estos sectores sociales bajo la égida del partido
de la revolución. Estas organizaciones sociales fascistas eran “cooptadas”
conformando un Estado Corporativo en
el que los intereses sectoriales debían confluir con el interés superior de la
nación. En vez de representar a sus asociados frente al Estado, representaban
los designios de éste –el “Bien Común”- ante sus asociados.
Todo
lo anterior se nutrió con una representación maniquea, ficticia, de la realidad
a través de una maquinaria propagandística que martillaba constantemente
falsedades, para forjar un deslinde insalvable entre un nosotros, los buenos que siguen al caudillo, y los otros quienes, al no comulgar con su
gesta redentora, simbolizan el mal. Éstos, por tanto, son enemigos, apátridas,
que abdicaron a su condición nacional y no merecen tener los derechos de los
verdaderos patriotas.
Como
la institucionalidad del Estado de Derecho ampara a estos seres, debe ser barrida
para que reinen los intereses supremos de la nación, como son definidos por el
excelso e indisputado líder. Asoma su feo rostro las pretensiones de
reingeniería social a gran escala para eliminar a los indeseados y forjar el
Hombre Nuevo, sostén del glorioso orden a instaurar. Para ello se legitima el
uso de la fuerza para reducir a los sectores disidentes y se regimienta a la
sociedad con base en cánones militares.
Consustancial a lo
anterior era el ejercicio extendido de la violencia callejera por parte de
organizaciones partidistas uniformadas de naturaleza para-militar. Los
movimientos de “camisas” –camisas pardas de la S.A. Nacionalsocialista; negras de los squadristi italianos; azules de la falange española; naranjas en
Bulgaria; verdes en Rumanía- que arremetían contra los “enemigos”, fueron
elementos distintivos del accionar fascista.
Se invocaba un “culto a
la muerte” con dos vertientes: en
primer lugar, como instrumento de “limpieza” que barrería con la podredumbre y
con los seres detestables de la vieja sociedad para dar paso al Nuevo Orden; en
segundo lugar, la muerte representaba el máximo sacrificio exigible a un ser
humano en defensa de los supremos intereses colectivos, la expresión más pura
del “Hombre Nuevo” que debía emerger de la lucha.
De manera insólita, ello
alimentaba posturas de supremacía moral, en tanto exaltaba la disposición a
incurrir en las privaciones necesarias para el triunfo del orden colectivo por
encima de los intereses particulares.
No es necesario ser
Sherlock Holmes para saber a quién se retrata como fascista en la Venezuela de
hoy. Pero no hay –y no habrá, mientras las fuerzas democráticas logren
impedirlo- campos de concentración, un fascismo “light” si se quiere. Además,
se trata de un fascismo de nuevo cuño, de un neofascismo, acotado por la cultura democrática del país que busca cobijarse en una retórica comunistoide para
transmitir la idea de compromiso con los oprimidos.
Ello no desdice esta
calificación pues -como fue señalado-, el fascismo no obedeció a una doctrina
predeterminada y, además, tanto en Alemania como en Italia, se erigió como
campeón del pueblo. Tampoco lo salva el estar acusando a los demás de
“fascistas”. Los sicólogos llaman a esto proyección: imputarle a otros los
defectos propios con miras a hacerlos desaparecer a los ojos de los demás y
lavar las culpas. A confesión de parte….
Humberto
García Larralde
economista,
profesor de la UCV
humgarl@gmail.com
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