No se trata de achacarle a Chávez una fijación con doctrinas
decimonónicas como el marxismo que, de paso, confiesa no haber leído, ni con
disquisiciones teóricas o filosóficas sobre la modernidad. Lo que se quiere
señalar es que la mente del presidente saliente está anclada –literalmente- en el
pasado.
Chávez tiene una fijación por el campo, pero no porque simpatice con una
vida bucólica en comunión con la naturaleza, sino por ser asiento de un patrón
de vida, de unas costumbres que, en su cabeza, prefiguran el orden moral que
desearía para toda Venezuela y –si se lo permitieran-, del mundo entero. En
ello juegan seguramente recuerdos idealizados de su infancia y de sus correrías
de muchacho en el medio rural de Sabaneta -su Amarcord personal.
La sencillez, espontaneidad y despreocupación con que se desenvolvía una
existencia en la que las penurias materiales no eran tragedia -porque no se
conocía otra forma de vivir-, hacen aparecer los avatares y angustias de la
vida citadina actual como una hechura perversa de la modernidad. La mente,
según dicen los expertos, suele filtrar nuestros recuerdos más negativos para
reservarnos sólo las evocaciones placenteras.
Esta visión se entroniza con su obsesión con la épica emancipadora, edad
de oro como ninguna en la historiografía oficial. Más allá de los próceres
endiosados, desentierra la imagen de un ser humilde, consecuente hasta la
muerte con la causa libertadora y devoto de Bolívar. La nobleza de espíritu,
desprendimiento y amor por la libertad atribuido a las tropas independistas,
las convierten en ícono del deber ser
patriota. Pero, ojo, aquí la libertad no es la que amplía los horizontes para
la realización personal de cada ser; es la que emana de la consagración de la
República, interés supremo y colectivo al que debe subordinarse toda aspiración
individual.
La virtud republicana se resume en venerar al Padre, ahora mestizo, no
obstante su aversión profesa a la “pardocracia”. La venezolanidad encuentra
aquí un código ético -y racial- en la obediencia al legado sagrado de sus libertadores,
como si el tiempo se detuviese. Para recordárnoslo, proliferan en oficinas
públicas, actos oficiales y hasta en la autopista hacia el Litoral, imágenes de
estos héroes. Son un llamado a elevarnos a la altura de la epopeya
independista, dejando atrás nuestra aburrida cotidianidad. Desde luego, el
nuevo líder que aviva este renacimiento es él mismo.
Chávez no critica al capitalismo por explotador, por interponerse a la
realización plena del trabajador como ser humano –Marx dixit. Lo reprocha por ser expresión de
modernidad. Su verdadero rollo es que el país que ansía fue arrollado por la
cultura citadina, cada vez más cosmopolita, que corrompió la esencia de la
venezolanidad, de su venezolanidad.
Esta labor de zapa se realizó bajo la égida del imperio, presto siempre a
ponerle la mano a las riquezas del país, cual conquistador redivivo. No importa
que el gobierno de Chávez le venda a EE.UU. todo el petróleo que desea, la
intención corruptora siempre está ahí, como lo atestigua la subversión progresiva
de nuestros valores.
En realidad se trata de un reclamo moralista, por haber sepultado una
edad de oro ferverosamente cultivada en la mente del Gran Líder. De ahí su
discurso patriotero, su proyección como el nuevo Bolívar que habrá de
redimirnos y el ensañamiento contra todo aquel que no se pliegue
incondicionalmente a su prédica, por apátrida. De ahí también el deseo de
aislarnos de las influencias siniestras de la globalización, de la intromisión
de organismos internacionales defensores de los derechos humanos y de su
alianza con todo bicho de uña que se declare “antimperialista”. El “mercenario”
recién inventado, como lo fueron en el pasado los paramilitares colombianos y
el submarino que se dio a la fuga, le dan justificación a sus propósitos.
El presidente saliente ha encontrado en la prédica anticapitalista de
los movimientos marxistas la legitimación –paradójica- de sus nacionalismos
atávicos. Curiosamente, la burguesía ahora es la expresión del internacionalismo traidor y el pueblo
trabajador, del más puro y desinteresado nacionalismo.
Marx y los fundadores de la Tercera Internacional se estarían revolcando en sus
tumbas. No obstante, la crítica al consumismo y al ansia del lucro como sino
rector de la economía le vienen como anillo al dedo para exaltar una cruzada
moralista que reivindica la simpleza, la vida espartana del campo y la ausencia
de ambiciones personales como fin. Ser rico es malo, señala, mientras
usufructúa las mieles del poder.
Las universidades y el sistema educativo en general, tenían que estar en
la mira de un pensamiento primitivo como éste. En la Ley Orgánica de Educación
(LOE) aprobada hace tres años, no hay referencia alguna a la necesidad de
capacitar al país para afrontar exitosamente los desafíos de la sociedad del conocimiento
globalizada, a la formación de una ciudadanía universal insertada
ventajosamente en la generación y aprovechamiento de los avances científicos y
tecnológicos de la humanidad.
Por el
contrario, la LOE prioriza los valores nacionales y los “saberes populares y
ancestrales”, elementos de una “venezolanidad” sumamente restringida y aislada
del mundo, amén de fundamentar la educación en las doctrinas de Simón Bolívar,
Simón Rodríguez y Ezequiel Zamora (¿?). Con respecto a las universidades –las
de mayor prestigio, las autónomas-, el acoso presupuestario, el deterioro
alarmante de los sueldos de académicos y empleados, y la violación progresiva
de sus potestades autonómicas, procuran destruir su capacidad para interactuar
con los centros mundiales del saber y doblegar su pensamiento crítico, su
cultura democrática y de contrastación de opiniones, para ponerla al servicio
de los delirios nacionalistas y “comunales” de Chávez.
Por último,
la promoción de un culto desvergonzado a su persona y de sumisión acrítica e
incondicional de sus copartidarios a sus pareceres, así como la centralización
cada vez mayor de la toma de decisiones en sus manos, adelantan la destrucción
de las instituciones que moldean el quehacer democrático de la sociedad y del
Estado de Derecho, con miras a la acumulación irrestricta el poder. Emulando a
Luis XIV -“El Estado soy yo”-, Chávez subsume los distintos poderes formalmente
independientes –legislativo, judicial, ejecutivo, electoral y “moral”- en
instrumentos de su arbitrio personal. Desaparece así el entramado institucional
que sirve de sustento a la conquista más valiosa del siglo XX: la defensa de
los derechos humanos universales. Desconociendo los compromisos asumidos por el
país en esta materia anuncia su retiro de la Comisión Interamericana de
Derechos Humanos, alegando ¡intromisión en asuntos de nuestra soberanía! En realidad, esta soberanía le ha sido
expropiada al pueblo por quien, burlonamente, reclama que Él es el pueblo. Se
instala un régimen de expoliación inspirado en el absolutismo de la Europa
premoderna en la que no existían ciudadanos -individuos libres para ejercer sus derechos pero con deberes para
con las normas de la convivencia en sociedad-, sino súbditos obedientes y
genuflexos. Así se los recordó a aquellos seguidores que tuvieron el
atrevimiento de objetar su
designación de Ameliach como abanderado a la gobernación de Carabobo.
No deja de
sorprender que este imaginario lo haya logrado proyectar Chávez como de
“izquierda”, “revolucionario”, ¡de “socialismo del siglo XXI”! Sin duda que ha
sido hábil. Tan así que ha logrado reclutar en su apoyo a quienes, sin sentido
alguno del ridículo, buscan legitimar su comportamiento con base en
malabarismos conceptuales “postmodernistas”. Otros llegan incluso a tragarse el
cuento de que el Gran Demoledor de las conquistas modernas, junto a su maestro
Fidel, buscan “salvar” a la humanidad.
Blut und Boden, las raíces de la
sangre (etnia) y el apego a la tierra ancestral, inspiraban el proyecto
nacionalsocialista alemán. Hoy inspiran el imaginario primitivo y premoderno de
Hugo Chávez.
Humberto García Larralde
economista, profesor de la UCV
humgarl@gmail.com
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