viernes, 28 de agosto de 2020
VENEZUELA ENTRE LA VIDA Y LA MUERTE
César Rengifo
VENEZUELA
ENTRE LA VIDA Y LA MUERTE
Humberto García Larralde
A Jorge Díaz Polanco
y otros venezolanos de bien,
comprometidos con su país,
que no alcanzaron a ver
el final de esta pesadilla.
El país se debate entre dos eventualidades, decisivas para su futuro. No
es la pregonada disyuntiva entre un proyecto socialista y otro capitalista,
entre una alardeada “revolución” o un supuesto desarrollo neoliberal. A pesar
de la repetición, ad nauseam, de consignas y giros retóricos izquierdosos, el
proyecto comunistoide nunca tuvo sentido y jamás será posibilidad en Venezuela.
No sólo por su inviabilidad y porque fracasó rotundamente ahí donde se intentó
imponer –sobre millones de cadáveres—, sino porque no es la intención de
quienes hoy comandan el aparato estatal.
Cuba y el otro museo del terror, Corea del Norte, con los cuales suele
asociarse el término “socialismo”, son regímenes totalitarios dinásticos,
retrógradas, dedicados a consolidar, a sangre y juego, privilegios para su
casta militar dirigente. Como terminó por reconocer el propio Fidel Castro, no
representan opción para nadie. Pero como el vocablo “socialista” es polisémico,
sirve también para referirse a los estados de bienestar existentes en algunos
países europeos --Dinamarca y otros países escandinavos, el Reino Unido, hoy
gobernado por el Partido Conservador, Alemania, bajo el liderazgo de la
socialcristiana, Angela Merkel--, diametralmente diferentes: economías de
mercado robustas, instituciones sólidas que aseguran derechos individuales,
civiles y políticos para todos, seguridad social omnicomprensiva y los más
altos niveles de vida del globo.
Se trata de prósperos países capitalistas, pero con profundo contenido
social. Pero, al provenir de una cultura política que tuvo fuerte impronta
marxista, la socialdemocracia europea ve obnubilada su percepción de la
abominación comunista, que niega toda idea de justicia y de libertad. No
entiende que cierta prédica de izquierda sirve, hoy, para encubrir prácticas
que en nada se diferencian de las peores expresiones fascistas.
Lo que se juega Venezuela en los próximos meses son sus posibilidades
reales de vida como país o, alternativamente, de segura muerte. Ya ha avanzado
demasiado su desintegración. El 2020 será el séptimo año consecutivo de
contracción: para diciembre, el tamaño de nuestra economía estará en torno a la
cuarta parte de la existente en 2013. No es una mera estadística. Es el cierre
y la quiebra continuada de empresas, la destrucción de empleo, el colapso de la
producción de alimentos y de los servicios públicos, la hiperinflación desatada
por un gasto público financiado con emisión monetaria, la práctica desaparición
del poder de compra de los sueldos y salarios.
Es la consecuente desnutrición, la desesperación y angustia de tantos.
Son las muertes evitables –de haberse podido conseguir los medicamentos y
salvaguardado el sistema de salud--, es el secuestro del futuro para una
generación de jóvenes, el robo de una jubilación digna para quienes trabajaron
toda su vida. Son los millones que han tenido que huir, buscando su
sobrevivencia. Y ahora emerge la enorme vulnerabilidad de la población ante la
pandemia mortal que azota el mundo, dada la falta de equipos e insumos, y el colapso
de los hospitales, a pesar del heroico esfuerzo de los trabajadores de la
salud.
Pero no sólo es el desplome económico. Con el desmantelamiento del marco
institucional que aseguraba nuestros derechos y señalaba nuestros deberes,
desaparecen las bases normativas para la convivencia en sociedad. Se asienta la
anomia, el dictamen arbitrario del más fuerte, del que posee las armas. Las
palancas del Estado están, hoy, en manos de militares corruptos y esbirros
cubanos y, crecientemente, de una variada gama de organizaciones delictivas que
aseguran la permanencia de Maduro en el poder Sin posibilidades de ciudadanía,
sin apego a normas de convivencia civilizadas y con la absoluta ruina de
nuestros medios de subsistencia, Venezuela está dejando de ser. Se considera un
“Estado fallido”.
Esta consunción no es fruto de guerras ni del azar. Es el resultado
inevitable de un régimen de expoliación articulado en torno al poder, devenido
en Estado Patrimonialista. La narrativa “socialista” ha servido para justificar
el desmantelamiento del Estado de Derecho y el arrinconamiento de los
mecanismos autónomos de mercados en competencia para la asignación eficiente de
recursos productivos. Los sustituye el arbitrio de la fuerza y la lealtad hacia
quienes la comandan, conformando verdaderas mafias que controlan de manera
exclusiva y excluyente al Estado: la “revolución” puesta al servicio de una
oligarquía criminal[1]. Son los verdugos de Venezuela, en primer lugar, la
cúpula militar corrupta y los agentes nazi-cubanos: Maduro, los hermanitos
Rodríguez, El Aissami y cía., quienes se han adueñado del país. En próximas
entregas, haremos referencia a ello.
Insólitamente, a pesar del desastre urdido por Maduro y la
descomposición de su gobierno, el rechazo masivo de la población y el repudio
internacional a su gestión, se mantiene aferrado al poder. No ha habido límites
éticos, morales o políticos que no haya traspasado con tal de seguir depredando
al país. Su perversidad y capacidad para hacer el mal, al costo que fuese, ha
superado toda expectativa racional. Cuenta, para ello, con más de 60 años de
experiencia represiva cubana. Pone en evidencia, una vez más, que el fascismo
concibe a la política como una guerra conducida por otros medios, ahora contra
una mayoría decisiva de venezolanos.
Su última agresión ha sido cerrar definitivamente los mecanismos
constitucionales para que ésta exprese su voluntad, maquinando una farsa para
“elegir” en diciembre el parlamento para el período 2021 - 2026, sin auditoría
alguna de máquinas y del registro electoral, y cambiando los procedimientos de
votación y de asignación de diputados. Para asegurar su triunfo, el tsj de
Maduro confiscó los partidos opositores principales y trampeó la designación
del CNE, además de perseguir dirigentes opositores, muchos presos o en el
exilio. Tales comicios, tan burdamente amañados, han sido denunciados por los
voceros de las democracias occidentales.
No hay forma que la oligarquía criminal ceda el poder, que no sea por la
fuerza. De ahí la imperiosa necesidad de una respuesta unida, que aglutine la
mayor cantidad de voluntades, para convertir a la farsa electoral de Maduro en
una gran derrota política. Ello contribuirá a minar, aún más, sus bases de
sustento, de manera de forzar las puertas de una transición política que
restituya las condiciones necesarias para recuperar la libertad y el sustento
de los venezolanos.
La propuesta lanzada por el presidente (e) Juán Guaidó debe ser vista
con este fin. No es tiempo para visiones de parcela, sino para aunar esfuerzos
que logren la salida del usurpador. En este orden, organizaciones de la
sociedad civil proponen realizar una consulta vinculante, conforme al artículo
70 de la Constitución, sobre el cese de la usurpación. Con tal mandato, la
Asamblea Nacional electa en 2015 designaría, en un lapso no mayor de dos meses,
un gobierno de unidad nacional y el nombramiento o ratificación de los otros
poderes públicos, seguido de la convocatoria a elecciones generales libres y
justas en un plazo perentorio, solicitando el apoyo y certificación de la
comunidad internacional.
El compromiso de los venezolanos demócratas es evitar que desaparezca
nuestro país. No se trata de regresar al pasado –de esos polvos rentistas,
vinieron estos lodos totalitarios—sino de construir una economía social de
mercado, competitiva, de fuerte protagonismo ciudadano. Dependerá de
todos.
Humberto García Larralde
economista, profesor (j)
Universidad Central de Venezuela
28 agosto 2020
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