martes, 20 de mayo de 2014
HUMBERTO GARCÍA LARRALDE - RAZONES PARA UN NO AL SOCIALISMO (I)
RAZONES
PARA UN NO AL SOCIALISMO (I)
La palabra “socialismo”, más allá de los
avatares de la guerra fría y de la crueldad y fracaso de los experimentos
comunistas, sigue impregnada de un indescriptible vaho de justicia social en la
mente de muchos. Porque su pertinencia no es un asunto dirimible en la
contrastación con los hechos reales, históricos de estos regímenes, sino uno de
fe en que tiene que existir –o debe
existir- un arreglo social, inasible en sus detalles y maneras concretas, que supere
las inaceptables desigualdades en el disfrute de la riqueza generadas por la prosecución
del lucro como motor de la economía capitalista.
La existencia de gobiernos europeos que se proclaman
socialistas, aun siendo democráticos y respetuosos del orden jurídico liberal, es
una medida de la simpatía que evoca el término en el imaginario colectivo. Estos
países, además, están entre los de mayor nivel de equidad e ingreso en el mundo
de hoy. De ahí que cualquier intento por discutir seriamente la naturaleza del
socialismo, más allá de consideraciones pseudo-religiosas, propias de sectas,
debe comenzar por aclarar a qué se refiere uno cuando habla de él.
Para ahorrar espacio, acoto que el presente
escrito se refiere a la visión marxista de socialismo o, más precisamente, a
aquella que evocan hoy sus epígonos alegando interpretar a Marx. No me
referiré, por tanto, al “socialismo” europeo aludido arriba con el cual, de
paso, simpatizo. Abusando de la síntesis, diríamos que la motivación de la revolución socialista –según
el alemán- estaba en las contradicciones insalvables del capitalismo que, si bien lo reconoció como una
formidable maquinaría productiva, conducía a la pauperización de los trabajadores mientras acumulaba riquezas en manos de los
dueños del capital.
A la vez, ello creaba las condiciones
para crisis periódicas que destruían medios de vida. El socialismo debía
liberar las fuerzas productivas de las
férulas que le imponían estas relaciones capitalistas y proveer a los trabajadores de niveles
crecientes de bienestar material. La abundancia resultante
permitiría, eventualmente, prescindir de la relación mercantil como medio de
intercambio de bienes y servicios, incluyendo la remuneración laboral, y “la
sociedad inscribiría en su estandarte ‘de cada quién según su
capacidad, a cada quién según su necesidad[1]”. Según este imaginario, la humanidad saltaría “del reino de la necesidad, al reino de la libertad”. ¿Quién no se
embriagó en sus años mozos con tan hermosos augurios?
Marx creyó haber dado fundamentación
científica a su propuesta con su teoría
de valor-trabajo. Pero al demostrarse la inconsistencia de ésta, quedaba
sin sustento su tesis de la explotación capitalista y caía también la pretendida
inexorabilidad del socialismo. Por razones de espacio, ello no será examinado
aquí, pero sí dos aspectos relacionados. El primero se refiere al
reconocimiento del propio Marx de que su teoría no era aplicable a la tierra o
a objetos que no pueden reproducirse mediante el trabajo. Menciona como ejemplo
a las creaciones artísticas[2]. Al
dejar afuera las obras de creación –“no reproducibles
mediante el trabajo”- quedó sin explicación un elemento central, el más
portentoso, de la economía capitalista: la innovación.
En su teoría, el cambio tecnológico
sólo intensificaba la explotación pero, en sí, no creaba valor. De manera que
el lanzamiento de nuevos productos y/o procesos al mercado, que tanto han
contribuido con mejorar el bienestar material de la sociedad, no originaba valores,
a pesar de que no existiesen previamente. Conforme a tal dogma, llegamos a la
absurda conclusión de que, a medida que el progreso proveía formas superiores
de satisfacer las necesidades, el valor de la fuerza de trabajo se reducía ya que,
de esta forma, sus medios de vida se abarataban. Es decir, el nivel de vida del
obrero de hoy en los países industrializados, muy superior al de sus
antepasados del siglo XIX, reúne, en realidad, ¡menos valor!
Pero es que si el ideario marxiano
reconociese que la innovación origina
valor, dejaría de ser antagónica la confrontación entre trabajo y capital por
repartirse los frutos del proceso productivo. El juego suma-cero de la explotación capitalista devendría en un juego suma-positivo en dónde ambos podían
beneficiarse a través de la introducción de un producto o proceso nuevo o
mejorado, dejando sin sentido la idea misma de explotación.
De hecho, las empresas exitosas
incorporan hoy incentivos para estimular el aporte innovativo de sus
trabajadores, ligados muchas veces con formas de participación en los proventos
generados o en la propiedad. En estas condiciones, lejos de ser
irreconciliables los intereses de los trabajadores y de los capitalistas, supuesta
justificación de la revolución socialista, serían –con una gerencia y una
dirigencia sindical inteligente- compatibles.
Lo anterior conecta con la inquietud
de un
importante exponente de la Escuela de Frankfurt, Herbert Marcuse, respecto a
las nuevas modalidades de “alienación” que emergían de la sociedad de consumo
en las economías opulentas, pletóricas en bienes materiales y
cultural-comerciales, las cuales alimentaban una sensación de bienestar en la
masa trabajadora que, como un poderoso velo, ocultaría la naturaleza
explotadora de la sociedad capitalista.
Curiosamente, criticaba una conquista –la
mejora en el bienestar material de los trabajadores- cuya inexistencia en el
pasado servía precisamente de fundamento a la denuncia marxista del
capitalismo. Ahora que la mejora en los niveles de vida de la sociedad de
consumo había desmentido el supuesto de la depauperación de las masas, había que
desarrollar la crítica con base en criterios ajenos a los de las condiciones
materiales de vida. Marcuse apuntó entonces a la “esencia” del ser humano, a
sus potencialidades como ser multidimensional
una vez superadas las deformaciones a que se veía sometido por la sociedad
capitalista. Abandonaba así las pretensiones “científicas” del Marx
positivista, el de El Capital, por
una visión mucho más ideológica que exaltaba un deber ser propio de un estadio civilizatorio en el cual, superada
la división y los antagonismos de clase, el ser humano volvería a encontrarse
con su “esencia multidimensional” y la posibilidad de realizarse plenamente[3].
Los neomarxistas reivindican este filo de su
crítica para enfatizar que la “verdadera” naturaleza del hombre sería otra muy
distinta a la que pretende el sentido común burgués: solidaria, desprendida,
etc. –el buen salvaje- con base en el cual podría edificarse otra arquitectura
social, nunca detallada en sus especificidades, que consagraría la realización
integral, “verdadera”, del ser humano. La convicción de que la fundamentación
ideológica de la revolución debe implicar una ruptura trascendente con los valores de la sociedad burguesa ha llevado a
la búsqueda de referentes en el imaginario colectivo que, por fuerza, terminan
apelando a recuerdos mitificados de formaciones pre-existentes, idealizadas, de
sociedad. Es a partir de ese abrevadero, de los anhelos postergados por
restablecer una edad de oro alojada en algún lugar del subconsciente colectivo,
que se pretende encauzar las energías vitales del pueblo como fuerza capaz de
derribar la institucionalidad del capitalismo moderno. Con ello se entronca
esta peculiar prédica “socialista” con los preceptos definitorios del fascismo y
del nacionalsocialismo.
El segundo aspecto asociado a la
inconsistencia de la teoría marxista es aun más grave. Es que el viejo “Moro”
nunca captó la importancia central de los incentivos en la economía. De una
manera nunca bien explicada, pregonaba que en la sociedad socialista el hombre,
librado de la necesidad de reproducir día tras día las condiciones de su mera
sobrevivencia, sería ahora amo de su destino y encontraría en la actividad productiva
algo a la cual entregarse gustosamente. Está claro que, bajo el capitalismo,
las ansias de lucro, bajo un régimen de competencia, obliga a mejorar
incesantemente la productividad y/o a introducir productos y servicios nuevos o
mejorados para conquistar la preferencia de los consumidores.
Para Marx, la instauración del
socialismo, con la clase obrera en posesión de los medios de producción, haría
que el esfuerzo del trabajador fuese ahora “libre” y esto sería suficiente para
que el placer de laborar remplazase la disciplina impuesta por la necesidad de
ganarse el sustento. El trabajo consciente, identificado con la construcción
del nuevo orden socialista, debería ser
mucho más productivo que el trabajo alienado -según este orden de ideas-, obligado
por la amenaza permanente de quedar cesante.
Pero la experiencia del “socialismo
realmente existente” del bloque soviético y de las experiencias asiáticas y
cubana han desmentido de manera contundente esta pretensión. Aunque ello no es
objeto de discusión en estas líneas, debe señalarse que más bien ha sido bajo
formas de producción propias del capitalismo avanzado que se han podido
desarrollar mecanismos de estímulo al trabajador, más allá de la presión
coercitiva del mercado laboral, que han redundado en incrementos significativos
de su productividad.
En resumen, las bases de
sustentación de la supuesta superioridad del socialismo y de su inexorabilidad
histórica demostraron ser falsas. Tampoco resultó cierto que, socializado los
medios de producción, se “liberarían” las fuerzas productivas y se alcanzaría
un nivel tal de abundancia que podía suprimirse la relación mercantil en
beneficio de mecanismos solidarios de compartir la riqueza social. Por el
contrario, los dos países comunistas todavía existentes –Cuba y Corea del
Norte- están entre los más pobres del mundo actualmente. Aun así, la prédica
marxiana, con sus promesas liberadoras, se convirtió en ideología –muy a pesar de las pretensiones científicas de Marx- para
legitimar los totalitarismos más oprobiosos, negadores de los derechos
fundamentales del ser humano.
El socialismo marxista devino en un deber ser sustentado en moralismos
enraizados en mitos acerca de una época de oro precapitalista que debe ser impuesto
a la fuerza, con altísimos costos en sufrimientos y penurias. Pero estas
penurias serían, en este contexto, expresiones de virtud al corresponder con la
vida austera, no ornamentada, del “noble” pueblo trabajador. Sus intentos de
legitimación frente a un capitalismo “globalizado” corruptor lo ubican cada vez
más como defensores de nacionalismos atávicos, aliados de las expresiones
políticas más retrógradas y contrarias a la modernidad occidental, que lo
llevan irremediablemente a solazarse en un aislamiento creciente. Como
argumento en mi libro, El fascismo del
siglo XXI, se ha convertido en un ropaje de “izquierda” para instaurar regímenes
de naturaleza neofascista, que entronizan en el poder a élites militarizadas avocadas
a despojar a la población de sus derechos y expoliar a la sociedad.
En una próxima entrega abordaré las
razones del NO a la variante “socialista” que pretende imponerse en Venezuela, la
del llamado “Socialismo del siglo XXI”.
Humberto
García Larralde
economista,
profesor de la UCV
[1] Marx, Crítica al Programa de
Gotha. Cabe señalar que este enunciado sólo puede entenderse como un
reconocimiento de las diferencias entre individuos, contrario a la igualdad de
hecho pregonada por doctrinas colectivistas supuestamente “marxistas”, que no
reconocen las necesidades diferentes de cada uno de los miembros de una
sociedad.
[2] Marx, El Capital, Tomo III,
pág. 590, FCE, Colombia, 1977.
[3] Desde luego, en los Manuscritos
Económico Filosóficos y en La
Ideología Alemana hay sustento para tal argumento.
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Humberto García Larralde,
Socialismo
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