Este texto de Rubén Blades, es parte de una expresión de una conciencia sobre la tragedia que vive actualmente el planeta. México es apenas una muestra de una masacre continuada que se extiende cada vez más sobre fronteras y territorios como un mal incurable.
Lamentablemente no logramos juntar estos males para poder luchar contra ellos organizadamente, enfrentarlos como la acción que ejerce el poder sobre los más vulnerables y débiles. A veces ni siquiera para poder identificar a quienes las ejecutan. La masacre se disfraza y toma todos los signos. Hasta el punto que hay quienes las celebran y festejan, porque en sus mentes, el asesinato es algo que se puede justificar. Sobre esto hemos escrito muchas veces.
Y hoy pensamos que este pobre expaís, que alguna vez se llamó Venezuela y que fue transformado en Venecuba, lleva una cuenta de muertos y masacres que supera en mucho a aquellas que ocupan primer plano en los diarios.
No sólo podemos hablar de las decenas de masacrados desde febrero del 2014 hasta la fecha sino de los cientos de estudiantes presos por decisión de un poder que actúa por encima de toda legalidad. Hoy debemos referir más de una treintena de muertos, en Uribana, Tocorón, San Juan de los Morros, en una más de las tantas masacres carcelarias de este expaís.
La extensión del horror es tal, que no solo los muertos dejaron de tener nombre, sino además también carecen de número. El olvido es lo único que se cierne sobre ellos. Y el dolor inimaginable de un entorno familiar tan roto y destrozado como este expaís en el cual se sobrevive.
Saludar este texto no tendría sentido si no convoca a una reflexión sobre lo que vivimos hoy y aquí, en esta Venecuba despedazada, masacrada y devastada. De nada nos sirve la conciencia ajena, si no se convierte en una mirada de nuestras propias miserias, descreimientos y complicidades. mery sananes
AYOTZINAPA
Rubén Blades
No puedo permitirme callar en el asunto de Ayotzinapa. Después de lo
sucedido, nada debe volver a ser como antes. La humanidad no puede seguir
alimentando el silencio que contribuye a soslayar y olvidar estas tragedias.
Ese invisible muro de silencio que con tanta frecuencia se va construyendo
después de la denuncia inicial de un hecho abominable. Ese silencio que
funciona, lamentablemente, como reemplazo de la verdad.
Al escapar del silencio, lo de Ayotzinapa se le escapó también al propio Estado
mexicano. Este hecho local se ha transformado en un asunto de interés
universal, desde que se evidenció la increíble complicidad entre servidores
públicos y delincuentes. Hoy, por el efecto de las redes sociales, el mundo
entero conoce de lo ocurrido en Ayotzinapa. En todo el orbe se habla de lo
ocurrido con los 43 estudiantes, y el mundo exige justicia.
Pero quizás no hemos comprendido aun la verdadera dimensión del hecho. Las
desapariciones de personas en América Latina no son eventos raros. Baste
mencionar Ciudad Juárez en México y se evocan los cientos de mujeres cuyo paradero
aun se desconoce. A lo largo de muchas décadas nuestro afligido continente,
desde Centro hasta Sur América, ha sufrido la desaparición de miles de personas
secuestradas y jamás encontradas, ya fuera por motivos políticos o por actos
delincuenciales. Pero las recientes desapariciones en Ayotzinapa, aunque
semejantes en su condición de víctimas a las producidas en Latinoamérica,
agregan una característica especial a la tragedia.
La historia de abusos a los derechos humanos en la mayor parte de América
Latina fueron resultado de la acción de dictaduras militares. En el caso de
Ayotzinapa, de confirmarse la tesis hasta ahora manejada en los medios, los 43
ciudadanos fueron secuestrados y hechos desaparecer bajo un Estado de Derecho.
Esta diferencia es importantísima y nos obliga al análisis de esta amarga
lección desde la perspectiva de un contexto mas amplio.
En este caso se trata de servidores públicos quienes, actuando en
representación del esquema administrativo del Gobierno y del sistema político operante,
son responsables por el arresto ilegal de 43 ciudadanos mexicanos y por la
entrega de esos detenidos a presuntos elementos criminales civiles. Lo hicieron
basando su autoridad en el poder otorgado por el Estado mexicano, utilizando
vehículos de manera oficial y en violación absoluta de los derechos de los
detenidos, de la Constitución y leyes de la República de México, traicionando
su obligación como servidores de la ciudadanía y transgrediendo los derechos
humanos universales.
Peor aun, este no fue un episodio fortuito. Fue un acto deliberadamente
público, donde un Alcalde utilizó el poder del Estado mexicano con propósitos
evidentemente personales y antidemocráticos, con el apoyo absoluto de una
fuerza policial que supuestamente existe para proteger y ayudar a la población,
todos aparentemente envalentonados por una expectativa de impunidad
gubernamental que nos ayuda a entender por qué no les importó que sus actos
pudiesen llegar a ser del conocimiento publico. Todo se hizo a la vista de
quien lo quisiera ver, sin escrúpulos, tal como ha ocurrido en regímenes
totalitarios.
Un país que se define como soberano y democrático no puede permitir que sus
actos oficiales sean indistinguibles de los desmanes que se producen bajo una
dictadura militar. Ayotzinapa hace que México, hoy por hoy, parezca ser un país
que no es gobernado por leyes. Produce la impresión de ser un Estado a la
merced de un poder que resulta superior al de un gobierno legítimamente creado,
con una Constitución inoperante y un electorado impotente ante la burla del
efecto que procuró su voluntad electoral. Pareciera un país en donde la
sociedad y su gobierno están fatalmente subordinados a lo que ese otro extraño
poder decida, a merced de su violencia y con una limitada o nula capacidad de
respuesta frente a sus actos.
El Presidente Peña Nieto ha declarado que se tomarán las medidas necesarias
para encontrar a los culpables. Eso, aunque es algo esperado y necesario, no
parece suficiente. El asunto, debido a la gravedad y la magnitud del problema,
no se va a resolver solo con el arresto, juicio y posible condena de un Alcalde
y sus cómplices, incluyendo a los policías que se llevaron a los 43 y a los
delincuentes cómplices. México está sumido en una de las peores crisis
institucionales que país alguno haya experimentado, públicamente, en las
ultimas décadas. Lo ocurrido en Ayotzinapa no solo evidencia y describe la
descomposición moral, o incapacidad administrativa de unos cuantos
funcionarios: más bien aparenta representar la afirmación absoluta de la
existencia de una corrupción moral, institucional y cívica que contamina todo
el sistema político y que incluye, además, a una parte de su población civil.
El problema, por su complejidad, no debe circunscribirse a responsabilizar
exclusivamente al narcotráfico y su efecto pernicioso. Su raíz es más profunda,
conectada a la realidad de todos los sectores del país.
Ante esta posibilidad surgen varias interrogantes. ¿Existirá la voluntad del
sector público mexicano, independientemente de banderías políticas o de
posiciones ideológicas, para enfrentar la crisis y crear un argumento-propuesta
política de consenso nacional de verdadera reforma, que acabe con el presente
clima de oportunidad y de impunidad para la corrupción, pública y privada, y castigue
objetivamente al que la disfruta, alienta y promueve? ¿Se dispondrá el sector
privado, que incluye al pueblo de México, a enfrentar las consecuencias
políticas, sociales y económicas que una real reforma política nacional
desencadenaría?
¿Cómo reaccionará la terriblemente afectada población si los intereses que
sostienen ese poder extraño, el que favorece y alienta el presente estado de
corrupción e inseguridad, deciden actuar para preservar sus prebendas?
Ayotzinapa es un clarín de lucha convocando la atención de todos los pueblos,
de todas las sociedades. Es la evidencia necesaria que nos indica lo que nos
puede ocurrir a todos, si no enfrentamos la descomposición de nuestros sistemas
como consecuencia de la corrupción política y civil que afecta a todos nuestros
países, donde sea que estemos y de la nacionalidad que seamos.
Ayotzinapa no es un problema mexicano. Es un problema humano, y por ende,
internacional. Es también nuestro problema. En el caso particular de nuestro
país, Panamá, lo ocurrido en los últimos años nos acercó peligrosamente a esa
misma realidad y allí también debemos detener la escalada de una corrupción
política y cívica en aumento, propiciada por la codicia que se manifiesta con
un cinismo cada vez más ofensivo. De esto comentaré en un articulo especial
próximamente.
Dependerá de la voluntad de todos los pueblos del mundo, afirmar o desmentir el
dictamen que declara que cada país crea la realidad que su acción, o inacción,
merece. Espero que el sacrificio de esos 43 mártires, porque eso es lo que son,
sirva para animarnos a adecentar la democracia, a revivirla y rescatarla de
nuestra mediocridad cívica y de los tentáculos de una corrupción que se
generaliza cada vez más y que amenaza con producir el desplome de todo lo que una
vez consideramos digno y posible.
Rubén Blades
24 de Noviembre, 2014
Panamá
Medio alternativo para
el debate y la lucha de los
trabajadores y el pueblo oprimido
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