sábado, 20 de junio de 2015
NO ES (SIMPLEMENTE) UNA DICTADURA
NO ES (SIMPLEMENTE) UNA DICTADURA
Humberto García Larralde
El atropello a los senadores brasileros
que arribaron el jueves a Venezuela, como las injurias proferidas contra
el líder socialista Felipe González una semana antes –ambas visitas motivadas
por la suerte de los presos políticos y de los derechos humanos en el país-
revelan, una vez más, la naturaleza fascista del régimen maduro-chavista. No es
simplemente de una dictadura.
Las dictaduras militares de América
Latina nacieron con un complejo de culpa una vez que la democracia se asumió
como marco para la modernización de nuestros países[1]. No se atrevían a definirse contrarios
al régimen democrático que deponían, sino a quienes habían abusado de él,
“convirtiendo sus libertades en libertinaje” para destruir las estructuras que
ligaban al tegumento social. El golpe militar respondía a una emergencia
extraordinaria, a un llamado a restaurar el orden y “salvar” a la nación, en gravísimo
peligro de hundirse en la anarquía. Su permanencia en el poder era porque la
situación de “emergencia” no cesaba, no porque no reconociesen las virtudes de
la democracia.
Como “mal necesario” al cual deberíamos
estar agradecidos, los dictadores gorilas no tenían empacho en mostrar que
“compartían” estos valores. Así, Pinochet aceptó la visita de Felipe González
-todavía no era Presidente de España- para interceder por dos presos políticos.
Otras dictaduras aprovecharon gestos humanitarios para liberar a uno que otro
detenido político a cuentagotas, buscando limpiar la sangre que derramaron para
llegar al poder. Si bien se justificaban con slogans cargados de ideología –“defendamos
la patria ante el peligro comunista”-, no eran regímenes motivados ideológicamente:
su interés primordial era defender las estructuras de poder de las cuales eran
usufructuarios. Pero sus intentos de legitimación apelaban cínicamente a los
mismos atributos que estaban destruyendo.
El fascismo no alberga sentimiento de
culpa alguno. Por el contrario, pregona una superioridad moral para imponerse,
invocando epopeyas mitificadas acerca del pasado fundacional del Pueblo (con
mayúsculas), representadas por contraposiciones simbólicas de lucha entre el
“bien” (que ellos encarnan) y el “mal” de los enemigos del pueblo. El deber ser
de los fascistas, proyectado en estos términos maniqueos, se asume como
artículo de fe; una verdad revelada que no se asienta en la razón -porque es
indiscutible- sino en la pasión y el apego por el Nuevo Orden revolucionario
que limpiaría a la sociedad de indeseables.
El juego político de la democracia es
reemplazado por una sucesión de batallas contra enemigos internos y externos,
que galvaniza a una militancia en tensión permanente, y justifica el uso de
medios violentos para doblegarlos. De ahí la necesaria militarización de la
sociedad y la supresión del individuo qua ciudadano, para
engullirlo en una masa informe cuya identidad y misión emanan solo de la
voluntad del Líder. El fascismo busca demoler al Estado de Derecho para
reemplazarlo por el ejercicio discrecional de un poder basado solo en la
fuerza. Ello genera una situación de anomia que privilegia el surgimiento de
mafias que se disputan los favores del jefe para posicionarse en la expoliación
de la cosa pública y en el despojo de quienes no se les reconocen derechos por
ser “enemigos”. Pero al cobijo de una retórica revolucionaria.
Como centro de tal universo, Chávez
nunca se imaginó un mundo discurriendo sin él y no se ocupó de preparar un sucesor.
Sólo en trance de muerte y por imposición cubana, unge para sucederle a un
ignaro que no exhibía otro mérito para ocupar la presidencia que no fuese la
lealtad absoluta e incondicional con su legado o con la versión de él formulada
por sus jefes antillanos. De ahí la elevación de Chávez, el eterno, a la
condición de semidiós y al chavismo en secta religiosa con sus
consignas-letanías impermeables a todo cuestionamiento. Consideraciones
políticas referidas al trato con el adversario, al respeto a los derechos
humanos y al fair play que deberían garantizar instituciones
autónomas, simplemente no existen para estos fanáticos, no están entre sus
referentes.
Sus reglas y normas se derivan de las
decisiones del Líder, y éstas son asumidas como ley[2]. De ahí que al auto-designado custodio
de la memoria de Chávez le importe un comino la reacción nacional e
internacional a sus desmanes, sus agravios a ex presidentes de naciones amigas
o a la agresión hecha a senadores del Brasil. El reclamo de no-injerencia en los
asuntos internos del país, además de desconocer la universalidad de los
derechos humanos –no mediatizados por consideraciones de soberanía-, es, en
realidad, una demanda de impunidad para que lo dejen reprimir, maltratar a
presos políticos y amparar negocios ilícitos. La manoseada invocación del
principio de la “autodeterminación de los pueblos” se convierte en licencia
para el malandraje, en una patente de corso para corruptelas y para acciones de
fuerza del Estado en contra de los derechos humanos.
Los fascistas tienen vocación
totalitaria[3]. Se empeñan en imponer
su verdad indiscutible a todos los ámbitos de la vida en sociedad. No está en
sus mentes la idea de negociar con otras fuerzas sus fines o sus
procedimientos. Su verdad es la única aceptable. Por eso es difícil entenderse
con ellos a menos que se negocie desde posiciones de fuerza. Y esto es bueno
que lo asuman los partidos democráticos, ilusionados –algunos- en que una
victoria en las elecciones parlamentarias abriría una agenda de negociación
entre un Legislativo opositor y un Ejecutivo obligado a buscar acuerdos para
iniciar una transición.
Lamentablemente, no se vislumbra que el
juego institucional, amparado en la ley, sea reconocida por quienes no quieren
desprenderse de sus prácticas expoliadoras. Sola la acumulación de fuerzas
puestas de manifiesto en el resultado electoral, movilizaciones sociales de por
medio, podrán presionar los cambios.
Por último, Leopoldo López y otros
valerosos ciudadanos que se declararon en huelga de hambre para presionar al
gobierno para que anuncie la fecha de las elecciones y libere a los presos
políticos, tienen que entender que tan terrible sacrificio no moverá a Maduro y
los suyos. A los fascistas les importa un bledo la vida de quienes los adversan.
Se trata de la banalidad del mal registrada por Hannah Arendt
en el juicio a Adolf Eichmann, en la que la imposición de una verdad absoluta
como expresión única admisible del deber ser de una sociedad
–es decir, la imposición de un mal absoluto, en tanto aplasta el
albedrió individual y todo pensamiento independiente-, lleva a funcionarios
aparentemente anodinos a llevar a la muerte a millones, sin contemplación
alguna, porque eso era lo que el Nuevo Orden revolucionario esperaba de ellos.
Leopoldo, ¿En verdad crees que un jefe
nazi como el Coronel Homero Miranda a cargo de Ramo Verde, o Maduro, Cabello y
las mafias que amparan, les preocupa tu estado de salud? Te necesitamos mucho
más como líder activo, talentoso y comprometido, que como mártir.
Humberto García
Larralde
economista, profesor
de la UCV
[1] No es el caso de
la dictadura de Juan Vicente Gómez, de épocas previas a la asunción de una
cultura democrática. Gómez se proyectaba como el padre severo obligado a
disciplinar a sus hijos díscolos “por su propio bien”: el gendarme necesario
para un pueblo inmaduro y bárbaro pregonado por Vallenilla (Cesarismo
Democrático), quien pacificó y puso orden en Venezuela reprimiendo toda
protesta.
[2] Hermann Göering,
ante fiscales públicos el 12 de julio de 1934, afirmaba que “La ley y la
voluntad del Führer son una sola”. El propio Hitler llegó a reclamar su
papel como “juez supremo del pueblo alemán”, incluyendo poderes para llevar a
la muerte a quien quisiera. Ingo Müller, Los Juristas del Horror,
pp. 101-2.
[3] El término
totalitarismo, acuñado por el filósofo fascista Giovanni Gentile, fue adoptado
por Mussolini, quien declaró al Estado Fascista como totalitario. Según Hannah
Arendt y otros, sin embargo, el fascismo italiano nunca lo fue realmente, como
si lo fueron el nazismo alemán y el estalinismo.
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