DOS MITOS PARA UN SOLO DOLOR
Contemplo en un diario la mirada afable de Kenizé Mourad, cuya belleza -en toda su madurez- sigue siendo hoy uno de los mejores testimonios de la orfebrería otomana. La suya es la mirada afable de unos ojos enredados en la melancolía: el gesto elegante de la única descendiente del último sultán turco, que llora por aquellos viejos tiempos de incendiada juventud en que las calles bailaban, como un derviche loco, en torno a esa enorme hoguera del estalinismo, cuyas lenguas de fuego proclamaban la naturaleza perversa de la nación judía, mientras -con un cigarro en la mano- se lamenta amargamente del silencio de la vieja Europa ante el drama palestino...
La escucho, sí, pero no salgo de mi asombro pues, por más que me empino y saco la cabeza de la caja, por más que rastreo entre los papeles como un can irlandés venido a menos, no soy capaz de hallar en lado alguno alguna humilde hoja de papel que no se compadezca del “aplastamiento total de la sociedad palestina” por ese pueblo hebreo tan dado de natura a la barbarie. Nobeles hay incluso –y uno se acuerda de don José Saramago– que no ven en Israel otra cosa que una corral de peludos animales con la fauce dispuesta a ensayar en Palestina un genocidio moderno, semejante al Holocausto que en propia piel vivieron bajo las botas brillantes del Führer y su Reich...Ni siquiera Stalin, cuyo manual del perfecto antisemita se abate todavía sobre la mejor izquierda europea como la sombra que proyectan las alas abiertas de un estornino, pudiera haberlo
dicho mejor, ni tampoco más alto...
Existen quienes, tristemente, parecen haber olvidado que la labor de un intelectual no es, precisamente, la de utilizar los papeles que su bien merecido prestigio les ofrecen como una linde de campo en donde desahogar las urgencias de un cuerpo ahíto de prejuicios antiguos y de mitos desde hace tiempo doblegados. Porque si la princesa y el Nóbel se hubieran empeñado en amansar los caballos levantiscos de su corazón; si se hubieran apartado de la frente el bucle de la melancolía con un apuesto gesto de cabeza se habrían seguido escandalizando -¡y quién no!- por la suerte de los niños palestinos muertos por las balas de Israel, pero también se habrían preguntado, a buen seguro, y públicamente, por las extrañas razones que, hoy como ayer, habrían llevado a unos padres, se supone que sensatos, a sacar a sus hijos de la escuela y a enviarlos en nombre de Alá, con un puñado de piedras en la mano, o una bomba en la cintura, a una muerte segura en las trincheras del rencor...
Tengo un morboso interés en saber qué hubieran pensado algunos intelectuales al ver al poeta árabe Naim Araidy y a la poeta hebrea Margalit Matitiahu pasar cogidos de la mano por el estrecho pasillo que les dejó la multitud de Cuenca o del Círculo de Bellas Artes de Madrid, mientras me era dado el privilegio de conducirles al estrado adonde fuimos llamados a presentar Coexistence, una pequeña antología que recogía la obra de tres poemas palestinos y tres poetas judíos que tenían en común su férreo combate contra los muchos mitos culturales que, a día de hoy, impiden la reconciliación de dos pueblos condenados a entenderse. ¿Acaso que ese árabe tranquilo, cuyos gestos elegantes parecen los de un auténtico caballero inglés, es menos árabe, o un árabe traidor, por no querer la destrucción de Israel ni dejarse caer en los delirantes catones que entre los suyos promueven los árabes “verdaderos”, los únicos que cuentan, los radicales islámicos? ¿Acaso que esa menuda sefardí de los Balcanes que perdió a todos sus antepasados en los salones de Auschwitz es una loba hebrea disfrazada con una piel rubia de cordero, o una traidora a la causa de Israel?
Cada vez que algunos intelectuales de occidente levantan bienintencionadamente desde un púlpito el dedo anular de sus admoniciones, la realidad acaba convertida en algo no muy distinto a una vasija de barro que ellos mismos hubieran arrojado, escaleras abajo, desde la cima más altas de sus mitos seculares. No es que no quieran; no es que no quiera, es que, aplastados por el peso del prejuicio, su discurso no les permite dibujar en el cuadro a esos millones de ciudadanos hebreos que, a pesar de los atentados terroristas de los adoradores de Alá, siguen ocupando las calles de Tel Aviv exigiendo un acuerdo justo con los palestinos; ni tampoco a esos millones de árabes-israelíes que pueblan la hermosa Galilea y que se alejan como pueden de los espejismos de la ira y del rencor que, esparcidos por doquier por algunos enloquecidos imanes desde las escuelas coránicas, desde las mezquitas y las universidades, no aceptan la construcción de un Estado Palestino si no es sobre la destrucción –previa, absoluta y total– del pueblo y del Estado de Israel...
“ Para occidente, nosotros no existimos”, reflexionaba en alto ese bellísimo árabe que es Naim Araidy ante un par de descolocados periodistas españoles. “Hablais de los árabes y os imagináis a sirios y jordanos, a egipcios e iraquíes, a iraníes o afganos, pero ¿y los árabes de Israel, los que no enviamos rodeados de bombas a nuestros hijos a las calles de Jerusalén ni glorificamos su muerte?...para Uds. no existimos, no somos nada. Nada. Nada. Nada”. Nadie sabe cuántos son los árabes hartos de sus líderes, de sus imanes y de las tiranías teocráticas que les gobiernan, porque con el beneplácito de occidente no existen entre ellos democracias que garanticen la más mínima libertad de expresión, y cualquier disidencia se paga en sus desiertos con la exclusión o con la misma la muerte. Más visibles son en la democracia israelí los hijos del valor que apuestan por la reconciliación, pero de nada les sirven sus trabajos porque el enorme ojo público del Gran Hermano de Occidente prefiere ver los tanques destructores al brazo que se extiende con ánimo de paz y una flauta en la mano.
Ellos, los borrados del mapa de nuestras percepciones, los ausentes del terrible drama de Israel y de Palesina, los que creen posible una paz justa basada en el reconocimiento mútuo de dos estados viables e independientes, son los grandes, los auténticos, los únicos perdedores en esta guerra absurda de intelectuales ciegos cuyas torvas arengas y ligeras proclamaciones no hacen otra cosa que dar aire a los poderosos grupos extremistas que han convertido una tierra hermosa en una ciénaga de barbarie y de locura. Dos mitos terribles, sí, para un solo dolor. ¿Qué crédito nos puede merecer el objetivo de quien, en virtud de su antisemitismo, glorifica extenuadoramente al mundo árabe o el de quien, por su amor sin fisuras al pueblo de Israel, sólo ve en el mundo árabe un sumidero de fanáticos y de terroristas? No mayor que el que tiene un caballo hermoso para un gitano viejo que no ignora que, antes de adquirir el más bello de los animales, no está de más mirar su dentadura. Pero entre nuestros intelectuales no existen ya -o son muy pocos- los gitanos viejos de sombrero de fieltro y caña de rey, y el pensamiento europeo relincha como un caballo hermoso que cabalga sobre siglos de prejuicios con los dientes cariados bajo cuyos casos, cada día, la razón dobla sus rodillas e inclina su ya vieja testuz de hermosa pero inútil cabellera. Por eso, en días como hoy, yo prefiero, francamente, el lomo de Platero...
Más no quiero concluir mis palabras bajo el peso de la decepción, sino con un poema homenaje dedicado a quienes, como su autor, Nathan Yonathán, iniciaron el camino, valeroso y difícil, que les condujo a liberar su espíritu de las cómodas cárceles de las ideologías.
En todo lugar
hay un precipicio para los valientes
y una sombra para los exhaustos
y un manantial volcando su frialdad.
En todo amanecer
hay rocío para los temblorosos
y luz para los amantes
y frías piedras y salvajes pastos.
En todo anochecer
hay un sosiego para los tempestuosos
y liviandad para los solitarios
y una roca para los que yacen al final del camino.
Traducción de Esther Solay-Levy
Natán Yonatán
.Naim Araidy
1 comentario:
Que doloroso es saber que los prejuicios van delante del ser humano. ¿Será que para llegar a ser humano debemos entonces vencer primero los prejuicios?
Ojala algun dia podamos llamarnos seres humanos, mientras tanto somos simplemente seres prejuiciosos
MEGB
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