Luis Marín
El
apartheid
es una institución sudafricana, concebida y aplicada para abordar situaciones
específicas de ese país, tan particular y complejo, que es imposible extrapolarla
a otros países o sociedades diferentes; por lo que causa perplejidad el
esfuerzo y la tenacidad invertidos por Amnistía Internacional, entre otros, para
endosársela a Israel, un país tan diametralmente opuesto que esto tiene tan poco
sentido como si quisieran aplicarle su jurisprudencia o sus leyes de tránsito.
Se
suelen asociar las leyes del apartheid con el acceso al poder del Partido
Nacional Afrikáner, en 1948, que intentó dar forma jurídica a prácticas y
relaciones sociales que obviamente ya existían, pero, siendo que el derecho anglosajón
se basa en la costumbre, no tenían expresión escrita, positiva; luego, si el
fundamento de toda legislación es la historia y la tradición, como predican los
británicos, entonces la segregación racial está enraizada en la conciencia del
pueblo sudafricano, es parte de su idiosincrasia.
Y
este es el meollo del asunto: es erróneo pensar que el apartheid desapareció súbitamente
de Sudáfrica con la toma del poder por el Congreso Nacional Africano de Nelson
Mandela y consortes, esto es, por un simple cambio de partido en el gobierno,
si la sociedad sigue siendo exactamente la misma, con los mismos prejuicios y
resentimientos. Dicho más claramente: los negros sudafricanos son tan racistas
y segregacionistas como los blancos y no existe ninguna superioridad moral en
el supremacismo negro respecto del blanco.
Por
ejemplo, el Partido de la Libertad Inkatha, apoya la división territorial por
razas porque tiene la provincia (bantustán)
Kwa Zulú-Natal para la tribu Zulú. El Partido de Luchadores por la Libertad
Económica, clama por la expropiación sin compensación de los granjeros blancos.
Su líder, Julius Malema, antiguo jefe de la liga juvenil del CNA, corea en sus mítines una canción que reza: “Dispara
al bóer, mata al blanco”.
El
gobierno, para disculparlo, afirma que una canción no es una declaración (Statement); pero, contradiciéndose,
presenta en La Haya el video de unos supuestos soldados israelíes cantando una
cancioncita guerrera como prueba de intención genocida.
Mismo
partido que propuso al parlamento a fines del año pasado cerrar la embajada de
Israel en Pretoria y cortar cualquier relación con este país, lo que fue
aprobado por abrumadora mayoría. El gobierno, a su vez, solicitó a la Corte
Penal Internacional una orden de arresto contra el Primer Ministro israelí
Benjamín Netanyahu.
Otro
partido en ascenso es “Operación Dudula”, expresión que podría traducirse como
“expulsión forzosa”, esta vez contra los inmigrantes de otros países africanos
que viven legalmente en Sudáfrica; pero que ellos acusan de casi todos los
males que sufre este país, en el que lo único que crece es la corrupción, la
criminalidad y el desempleo, productos comprobados de las políticas
socialistas, no de los extranjeros.
Y
es que el CNA, que lleva treinta años ininterrumpidos en el poder, es
socialdemócrata, miembro de la Internacional Socialista y tiene una coalición
histórica con el Partido Comunista Sudafricano, con el que se presenta a las
elecciones y que ocupa un tercio del gobierno y de la representación
parlamentaria.
Esta
unión simbiótica se remonta a los años 60 en que Nelson Mandela fundo el brazo
armado del CNA que llamó “la lanza de la nación” y no por casualidad se inspiró
en la guerra de guerrillas del Che Guevara que entonces ejercía en el Congo y
luego en Angola, Mozambique y Guinea Bissau. De aquí provienen los vínculos con
la Unión Soviética y sus apadrinados, la OLP y Al Fatah de Yasser Arafat.
De
manera que la postura anti israelí del gobierno sudafricano tiene al menos
estas dos vertientes: una, ideológica, porque son marxista-leninistas,
alineados de antaño con el comunismo internacional (de hecho, el único diputado
comunista de la Knesset, Ofer Cassif, saltó a apoyar la demanda de Sudáfrica
contra Israel); otra, racista, porque consideran a los judíos como “blancos”,
aliados del ancien regime y de algún
modo vinculados al imperialismo y colonialismo.
De
esta manera tortuosa llegamos de las recurrentes acusaciones contra Israel de
ser un “estado de apartheid” a la actual demanda de Sudáfrica acusándolo por
ante la Corte Internacional de Justicia de cometer “genocidio” en Gaza, que es
otra sorprendente puesta del mundo al revés que los marxistas llaman “inversión
dialéctica”.
Porque
es que el mismo término “genocidio” fue inventado por un
abogado judío, Rafael Lemkin, que dedicó toda su vida, hasta la extenuación,
para que este tipo penal fuera reconocido como delito internacional, con el
propósito de prevenir que un crimen como la Shoah no pudiera ocurrir impunemente
nunca jamás. La Convención Para la
Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio, aprobada en 1948, a
instancias de Lemkin, fue el giro del Derecho Internacional que originó a la
Corte Penal Internacional.
Así
que resulta repugnante que una resolución que bien pudo llamarse “Convención
contra el Holocausto”, concebida para proteger a los judíos y a otros pueblos
que ya lo habían sufrido, como los armenios a manos de los turcos, entre 1915 y
1923, se haya retorcido al extremo de acusar precisamente al Estado judío de violarla.
La
Corte Internacional de Justicia hizo un pronunciamiento preliminar
infortunadamente justo antes del Día Internacional en Conmemoración de las
Víctimas del Holocausto, el 27 de enero, en el que si bien no satisface las
medidas cautelares pretendidas por Sudáfrica, admitió y le dio curso a la
demanda considerando como “plausibles” sus calumnias, algo que no deja de ser un
insulto para cualquier amante de la justicia.
Por
un lado, viendo de lejos, se puede observar con sonrisa interna que esta es la
Corte de El Principito: “Ordena hacer lo que hago y prohíbe lo que, de todas
maneras, no hago” y eso son los cinco primeros enunciados. El sexto, de rendir
informe a la Corte, es problemático, porque coloca a un Estado soberano bajo su
escrutinio, como sub judice.
Y
esto da pie a que siga la propaganda enemiga, que busca desesperadamente que
alguna institución más o menos respetable avale un discurso atrabiliario,
ofensivo, falaz, que eso sería lo de menos si no fuera, éste sí, genocida.
Le
sería tan fácil asentar algunas verdades evidentes como, por ejemplo, que
Israel no es ninguna “potencia ocupante” de su propio territorio, que los
judíos no son “colonos” en su tierra ancestral, que el judío no es un “Estado
de apartheid” como sí lo es Sudáfrica, en fin, desautorizar toda esa retórica
barata, destructiva, además de inútil.
La
actitud de Sudáfrica contra Israel califica como persecución. Basta
recordar su diligencia para que la delegación israelí fuera echada en forma
deshonrosa de la Cumbre de la Unión Africana, el año pasado, donde tenía la calidad
de observador, sin ningún respeto por el sacrosanto principio de la cortesía
internacional.
Sudáfrica
se alía con Irán en su obsesión por destruir a Israel; pero también es miembro
del BRICS, lo que le asocia con Rusia y China, todos grandes enemigos de
occidente.
Por
donde se hale un cabo, sale la alianza socialista, comunista, fundamentalista
islámica, la mayor amenaza de nuestro tiempo.
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