jueves, 13 de junio de 2013
RAMÓN SANTAELLA - MI PADRE, LA VEJEZ Y YO
Leonardo Yosovitch
PALABRAS
DE LA CIRCUNSTANCIA
Mi padre murió cuando tenía
la misma edad que Yo en la actualidad, un cáncer pulmonar acabó en menos de un
año con el padre y el hombre, dejando una parte de sus recuerdos flotando en el
viento y la otra, clavada en nuestros pensamientos.
A mi manera de ver las cosas, papá siempre fue “viejo”,
más allá de sus fuerzas para enfrentar la vida como se le hubo presentado,
pero… Desde que cumplí 12 años y él 43, lo vi viejo sin estarlo; trabajaba
tanto que me dolía saber que era mi padre y sin pensarlo, fue siempre nuestro
espejo de vida; motivó en mí infinitos
sueños por ser algo diferente, querer volar y abrazarme a los aviones perdidos
entre nubes, para dejarme caer en el más grande de los océanos y confundirme
con la nada.
Yo crecía
y papá envejecía más y más en proporción a su amor por el trabajo.
Cierto
día, una linda visita y la gran pregunta.
¡Abuelo!, ¿La vejez duele?, era la más pequeña de mis
nietas.
Por un instante, sin responderle me hubo causado risa la
interrogante, pero al marcharse, percibo la espina del tiempo clavada entre mis
sienes.
Estoy
obligado a meditar porque recuerdo mi niñez y al “viejo” de mi padre a nuestro
lado.
Una
pregunta ingenua como sencilla, si se quiere, cómica, pero inmensamente cargada
de sentimientos; ello amerita una respuesta que pudiera ser o no tan dolorosa
para quien responde como el contenido de la pregunta misma.
Pienso primero en mi padre, a quien ha debido dolerle
mucho su vejez cuando no pudo seguir trabajando, no porque sus fuerzas se
extraviaran en el ferrocarril del tiempo de las edades, sino a causa de los
pulmones que se rebelaron contra la nicotina acumulada desde sus ocho años,
cuando fuera necesario encender una cigarrillo y hacerse pasar por hombre sobre
un arreo de mulas cargado con ramos de flores, desde Galipán hasta San Jacinto,
donde yacía el mercado Principal de Caracas.
Tal vez, duele la vejez, cuando duelen los huesos.
Cuando la
hipertensión amenaza tu existencia.
Cuando
ahuyentas el amor ante la incapacidad de respuestas.
Cuando
mareas porque no oxigenas adecuadamente el cerebro.
Cuando te
refugias en el sueño tempranero o te cobijas fingiendo frío ante el calor de la
hembra.
¡Por Dios!, ¿De dónde sacaría mi nieta esa pregunta?
Que recuerde, esa tarde de su visita, me dio un tenue
beso en la mejilla, me observó por un instante y lanzó la interrogante que me
causó gracia y luego, me ha hecho
vacilar, cuando siempre he dicho que me falta tiempo para hacer cosas, en
especial, escribir.
A veces, pienso en lo tanto que me hubo distraído el
trabajo y no solo dejé de percatarme del
paso del tiempo de las edades, tampoco tuve tiempo para pensar o intentar
probar si la vejez duele.
Hoy tengo
la misma edad en la que murió mi padre, pero, no supe responder a mi nieta la
pregunta que me hiciera, aun habiéndome servido de la vejez de él y de sus
recuerdos.
¿Saben por qué?, porque las edades imponen a la
vejez la necesidad de extraviarse entre
los sueños y no conceder importancia, ni al tiempo ni a soledad, por sus
tentativas de olvido.
Además,
¿Podrá doler la vejez cuando se ha vivido, cuando se ha visto morir a niños
y adolescentes, sin haber cumplido
siquiera parte de sus metas y propósitos de vida?
¡Cónchale!, esta interrogante nos lleva a concluir que
duele cualquier edad o etapa cronológica del hombre, cuando se pierde la vida; todo porque ignoramos la
posible concreción de una cuarta dimensión, donde puedan disfrutar de nueva
vida los espíritus; por consiguiente, es probable que en momento determinado,
duela más la niñez que la adolescencia; ésta más que la mayoría de edad y
finalmente la vejez; aún cuando los viejos parecieran haber adquirido el
“derecho a morir” contra el “deber de vivir” de las otras edades y eso
constituye la gran diferencia; así que, cuando reciba de nuevo la visita de mi
nieta más pequeña, le diré que estoy cerca de una respuesta.
Pero, ella pudiera estar o no de acuerdo con la misma,
¿Cómo hacerle entender y comprender lo referenciado, cuando a su corta edad, esas
cosas no siempre son pensadas o de asumirla, es hacia los demás?
¡Caramba!, de nuevo, esta interrogante-deducción, nos
lleva a otro planteamiento que pareciera reafirmar que la vejez duele, y al
mismo tiempo, se rompe con el planteamiento anterior relacionado con el dolor
posible de existir en “cada” una de las
etapas cronológicas; generalmente, porque los viejos son los únicos que piensan
conscientemente en la muerte, por lo cercano que se está de ella y duele dejar
de existir.
¿Cobardía o inexperiencia?
¡Vaya Usted a saber!
Lo cierto es que el dolor de la vejez se siente en el
transcurso de la cotidianidad, ante el periódico sentir de los otros grupos de
edades.
Duele ser viejo cuando se concientiza la degeneración
mórbida del tiempo.
Cuando el
médico amigo te dice que sigas viviendo mientas pueda, porque no vale la pena
la intervención quirúrgica.
Cuando el
mal de alzhéimer invade tu cerebro y te impone el olvido.
Cuando
todas esas cosas te sofocan y obliga a la familia a enviarte al refugio del
geriátrico o el asilo.
Cuando ya
tu cuerpo desluce la ropa que te pones.
Cuando la
artritis o la arterosclerosis acrecientan el dolor de las edades y rompen con
el poco vestigio táctil de tus manos.
Cuando
tratas de escribir y el lápiz se niega a dar un solo trazo.
Cuando la
cama es el único refugio de vida que te queda.
Cuando muere la capacidad de soñar y la
imaginación deja de ser perfecta.
¿Cómo decirle esas cosas a mi nieta y evitar su llanto?
Mejor será no decir nada y responderle con una sonrisa.
A medida que crezca, comprenderá mejor las cosas y es
posible que se abstenga de hacerle la misma pregunta a otros viejos o dejará
que el tiempo de las edades cubra su existencia para ser ella quien de la
respuesta.
Ramón Santaella Yegre
13 de junio del 2013
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