miércoles, 25 de julio de 2012
HUMBERTO GARCÍA LARRALDE - RÉGIMEN DE EXPOLIACIÓN
Llamo
régimen de expoliación a un arreglo
orquestado desde el poder para el usufructo discrecional de la riqueza social,
en desapego a criterios de racionalidad económica y/o a indicadores de que
expresen metas planificadas. El provecho del fruto económico es determinado,
simplemente, por relaciones de fuerza cristalizadas en una jerarquía de mando
que conforma un poder político autocrático. La participación de los integrantes
de la sociedad en el disfrute de la riqueza social en un régimen de expoliación no está sujeta a normas, sino a
transacciones de naturaleza política mediante las cuales se trueca obsecuencia
y lealtad a quienes detentan el poder, por el derecho a apoderarse de una
porción de esa riqueza.
El
mercado como mecanismo autónomo para la asignación de recursos y para
determinar la remuneración de los agentes productivos, con su sistema de
precios que empalma las presiones de demanda con las posibilidades de oferta,
es sofocado con toda suerte de controles y regulaciones, dando paso a
incentivos por ponerle la mano al “billete” a través de favoritismos políticos
y toda suerte de entresijos irregulares aprovechados por los poderosos. No
obstante la prédica “socialista”, tampoco el reparto de la riqueza social obedece
a indicadores formulados en un plan nacional, contentivo de metas y
prioridades, sino a lo que permite, en cualquier momento, las relaciones de
fuerza imperantes.
Quizás
el régimen de expoliación más
conocido hoy en día es el representado por los hermanos Castro. Los
izquierdistas de antaño recordaremos aquel libro escrito por un experto
agrícola, asesor de la Revolución Cubana en sus comienzos y miembro del Partido
Comunista Francés, René Dumont, quien se preguntaba en el título, ¿Es Cuba Socialista? La consternación
del frustrado camarada galo ante la manera como el Comandante disponía de los
escasos recursos de la isla a diestra y siniestra, en desapego a todo criterio
de planificación, desestimando recomendaciones de expertos y sin medir las
consecuencias sobre actividades directa o indirectamente relacionadas –lo que
los economistas llamamos “costo de oportunidad”-, lo llevó a concluir que lo
que se construía ahí no era socialismo.
La
imposición de la voluntad omnímoda de Fidel se concretó en un régimen
personalista en el que la riqueza social pasó progresivamente a ser controlados
desde la cúpula del poder, legitimado ideológicamente como avance en la
construcción “socialista”. La expropiación de la economía privada no se
concretó en su “apropiación social” a través del Estado, sino en su usufructo
cada vez más excluyente por parte de una minoría que se arrogó ser depositaria
de los intereses históricos del pueblo cubano. Es decir, pasó paulatinamente a
ser explotada en forma privativa, ¡pero en nombre de los supremos intereses del
colectivo social! Después de más de 50 años de estar consolidando un poder
absoluto, sin contrapesos de ninguna especie y sin tener que rendirle cuentas a
nadie, ¿Quién dudaría que los recursos de la isla son manejados por los
patriarcas Castro como si fueran de su propio peculio?
Sin
tener abultadas cuentas a su nombre, la capacidad de disponer de cualquier
bien, servicio o prebenda –incluyendo las numerosas viviendas que le son
asignadas por razones de “seguridad de Estado”- ubica a Fidel como uno de los
hombres más acomodados de América Latina. Su derecho a usufructuar esa riqueza
a discreción emana de las relaciones de poder que fue cimentando gradualmente a
través del control del ejército y del G2, poder que decide incluso la vida o
muerte de sus más cercanos colaboradores, como se recordará con el caso notorio
de Arnaldo Ochoa y Tony La Guardia. ¿Qué puede esperar el cubano de a pie?
La
construcción de un régimen de expoliación requiere de la destrucción de las
instituciones. Éstas constituyen las “reglas de juego” con que se dotan las
sociedades para conducirse, fruto de las luchas y componendas entre los
distintos sectores que se disputan el poder a través del tiempo. En una
democracia auténtica, las luchas políticas y sociales plasmaron una
institucionalidad que garantiza el usufructo de los derechos civiles,
individuales, económicos y políticos, a través de la división y equilibrio de
poderes, la transparencia para el escrutinio ciudadano y la subordinación del
poder militar a autoridades civiles, resultadas del sufragio.
Un
Estado de Derecho así estructurado impide el funcionamiento de un régimen de
expoliación, por lo que debe ser abatido. Para ello sirve la prédica
“socialista”, para demoler las reglas de juego propios de la “democracia
burguesa”, no para suplantarlas con una ordenación racional recogida en metas y
prioridades de un plan nacional, sino para darle rienda suelta al usufructo
libre y discrecional de la riqueza desde el poder. El tinglado de leyes que en
Venezuela esbozan la economía y el estado
comunal como objetivo, así como la violación de los derechos de propiedad,
procesales y las detenciones arbitrarias por órdenes de Chávez, cumplen con
este propósito de demolición institucional. Se busca hacer realidad la tesis de
Norberto Ceresole de eliminar toda intermediación a la vinculación directa
entre caudillo y pueblo, procurando reducir las potestades de alcaldías y
gobernaciones –instancias de poder electas- y remplazar las organizaciones
sociales autónomas, por organizaciones que representan al Estado ante los
asociados, es decir, el propio Estado Corporativo fascista.
Comoquiera
que la economía comunal, estrechamente controlada y normada desde el poder, no
es viable económicamente, la concentración de la renta petrolera en manos del
Ejecutivo, así como la expropiación de empresas productivas, se hace
imprescindible. Para ello el presupuesto es calculado con base en un precio del
barril de petróleo muy inferior a su precio real, reservándose el excedente
para usufructo discrecional de Chávez. Junto a otros elementos, como el traspaso de
reservas “excedentarias” al Fonden, la constitución de fondos con las
utilidades de CANTV y otras empresas, ha hecho posible una formidable base
financiera para la prosecución de sus objetivos de política, de magnitudes
nunca vistas desde los años ‘70, saltándose los controles del gasto y la
rendición de cuentas sobre su destino.
Además,
ha servido para la instrumentación de diversos mecanismos para la transferencia
de recursos a sectores de bajos ingresos –las llamadas misiones-, bajo la
presunción de que constituyen su base política de apoyo por excelencia. Pero,
como se ha señalado tantas veces, estas “soluciones para los pobres” terminan
siendo pobres soluciones, conformando
un odioso apartheid que niega calidad de vida a los desposeídos. Este
“socialismo” de reparto, no de desarrollo de las fuerzas productivas –como
pregonaba Marx-, constituye un peaje populista consustancial al sostenimiento
del régimen de expoliación.
Como
último ingrediente está el culto a la personalidad. La mitificación de la
historia para evocar epopeyas pasadas contra la opresión, en particular, el
culto a Bolívar, pone en escena una épica ficticia en la cual el líder máximo
adquiere –también- estatura heroica. El amado caudillo se erige como único ser
capaz de librar al Pueblo de las acechanzas del enemigo apátrida representado
por los que no comulgan con las verdades de su “revolución”. Él determina lo
que es y debe ser la venezolanidad, y los intereses supremos que debemos
perseguir: “quien no es chavista no es venezolano”. La prédica maniquea del nosotros –los buenos- contra los otros –los malos- genera una tensión que
llama a cerrar filas en torno al líder salvador, so pena de tornar irrealizable
la utopía profesada. Él es la garantía única de que tal conquista pudiese
alcanzarse algún día: solo es menester tener fe. Se cultiva así una afiliación
afectiva, de naturaleza mesiánica, inmune a todo cuestionamiento racional.
La
confusión deliberada entre Caudillo, pueblo y Estado –“Chávez hoy no
soy yo, Chávez se hizo pueblo y un pueblo se hizo Chávez"-, allana
el camino para el usufructo sin control del régimen
de expoliación. Lo que hace el comandante-presidente, así sea regalarle
petróleo a sus “amigos” o utilizar bienes, instalaciones y dineros públicos
para promover su relección, es para “bien” del país. Chávez es su propio
programa de Gobierno, alfa y omega de la “revolución” y, por ende, dueño de
Venezuela. Y así, promoviendo la filiación fanática e
incondicional a su persona, encubre ante los suyos la descomunal impostura de
su Revolución Bolivariana para legitimar cualquier trastada contra el país, con
tal de seguir depredando su riqueza social.
Humberto
García Larralde
economista,
profesor de la UCV
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