viernes, 13 de enero de 2017
FASCISMO, COMUNISMO Y LA PRETENDIDA SUPREMACÍA MORAL DE LOS “REVOLUCIONARIOS”
FASCISMO, COMUNISMO Y LA PRETENDIDA
SUPREMACÍA MORAL DE LOS “REVOLUCIONARIOS”
Humberto
García Larralde
Se me ha objetado llamar “fascista” al
presente régimen en vez de castro-comunista. En realidad, se trata de dos
formas de referirse al mismo fenómeno: el llamado castro-comunismo es
simplemente una nueva expresión de fascismo, un neo-fascismo de
finales del siglo XX y de principios del XXI. Esta precisión puede parecer
banal -en fin de cuentas, es menos problemático el término totalitario-, pero
tiene importantes implicaciones.
Para quienes tuvimos militancia
comunista el fascismo se ubicaba en nuestra antípoda, pues era cruel,
represivo, inhumano y retrógrada, características enfrentadas a nuestros
ideales. A esta percepción contribuyó el hecho de que la URSS emergiera de la
II Guerra Mundial como parte de las fuerzas aliadas, artífices de la libertad.
Más aun, la doctrina profesada explicaba que el partido era una fuerza de
vanguardia, comprometido con la construcción de la sociedad comunista, en la
que las injusticias sociales desaparecerían por haberse suprimido la
“explotación del hombre por el hombre” y en la cual la humanidad se liberaría
de sus penurias materiales.
Cualquier ojo avizor hubiera advertido
que la pretensión de imponer tal utopía inexorablemente conduciría a un régimen
totalitario, pero nos obnubilaba la convicción de que este devenir se
fundamentaba en la razón de la Historia (con mayúsculas), como había demostrado
el análisis científico de Carlos Marx y, por tanto, era la genuina
manifestación del progreso inexorable de la humanidad. No podía, por ende, sino
resultar en mayores grados de libertad y justicia. El fascismo, en contraste,
era de “ultra-derecha”, un movimiento irracional que apelaba a las bajas
pasiones, los mitos y las contraposiciones maniqueas para incitar al odio y
justificar la violencia y la maldad contra todos aquellos que no compartían sus
diatribas.
El tiempo fue mostrando que el accionar
de ambos movimientos era muy similar, de vocación totalitaria. Pero quedaba la
contraposición entre el supuesto fundamento científico, racional, del
comunismo, con el carácter irracional y bárbaro del fascismo. Los crímenes cometidos
bajo los regímenes estalinistas serían atribuibles a “errores” y/o a la
crueldad de sus conductores: bastaba con la aplicación correcta de
la doctrina por “revolucionarios de verdad” para que, ahora sí, las cosas
salieran como profesadas.
La distinción terminó por reducirse, por
ende, a que el comunismo tenía una justificación doctrinaria, el
fascismo no. La creencia en esa doctrina forjó un instrumento implacable de
opresión en la forma de un partido de militantes abnegados, convencidos de ser
portadores de la verdad (la única admisible) y, en virtud de ello, dispuestos a
todo para lograr que prevaleciera, en nombre de los intereses supremos de la
humanidad, los fines de la Historia. Por tanto, le asistía una razón “moral”:
el fin justifica los medios.
Al quedar desmontada la pretendida
fundamentación científica del marxismo (y de ese horror que se llamó
marxismo-leninismo), se desnudó la naturaleza ideológica de la doctrina
comunista. Se disolvía así la principal distinción que separaban al movimiento
comunista del fascista. La excitación de pasiones a través de contraposiciones
maniqueas construidas con base en mitos era ahora un expediente común a ambos
para legitimar sus respectivas aspiraciones totalitarias.
Si entendemos a la ideología como una
representación sesgada de la realidad para favorecer las aspiraciones de poder
y de dominio de grupos políticos, sociales o religiosos, reconoceríamos que el
fascismo (aun careciendo de doctrina) requirió también de ella para legitimarse
ante los suyos y ante la sociedad. El fascismo clásico se valió de idearios
patrioteros, ultra-nacionalistas, que invocaban épicas fundacionales -mitos-
para justificar su accionar político como uno de batallas sucesivas contra los
enemigos de la Patria o del volk.
La política se planteaba en términos
excluyentes, de guerra, donde lo militar y el ejercicio de la violencia eran
cruciales, porque no podía permitirse espacio alguno para fuerzas que
contrariasen las verdades del líder indiscutido. Toda disidencia debía ser
aplastada.
A pesar de lo repudiable que fueron sus
ejecutorias, en sus momentos de auge el fascismo se bañó de un sentido de
supremacía moral por sentirse, igual que los comunistas, instrumento de la
providencia. Desnudados sus horrores, las primitivas elaboraciones del
nacionalsocialismo alemán o de Mussolini no sirven hoy para fundamentar
prácticas fascistas. Éstas se amparan, por tanto, en mixtificaciones que
combinan la invocación original de pasiones patrioteras con una versión más
pasable de justicia, ya no referida a la supremacía excluyente de una etnia
(volk) o Nación, sino de agrupaciones sociales o religiosas específicas, dando
lugar a híbridos fascio-comunistas e islamo-fascistas.
Los elementos de la doctrina comunista
contribuyeron así a remozar los simbolismos maniqueos con que se construyen los
imaginarios fascistas, pero con una importante contribución. Fortalecieron la
visión moralista de todo movimiento populista -la voz única de un pueblo
indiferenciado y homogéneo que debe imponerse[1]- con categorías discursivas
que invocan la lucha de pobres contra ricos, de oprimidos contra sus opresores.
El hecho de que en nombre de tales objetivos se hayan cometido las mayores
injusticias y aumentado mucho más la pobreza no fue óbice para seguirlos
esgrimiendo para “legitimar” sus atropellos.
La “revolución” se afianzó en trincheras
sectarias, mágico-religiosas -de ahí su sintonía con el islamo-fascismo- que
repiten machaconamente sus verdades, no para convencer a otros sino para
preparar a los suyos para el combate, para imponer su dominio. De ahí los
insólitos disparates referentes a la “guerra económica”, la reclamación de que
el “pueblo” está con, no enfrentado a, Maduro, la
supuesta conspiración internacional con los billetes de Bs. 100, hasta la
perversa idiotez de la nueva ministra de Salud, Antonieta Caporale, quien
afirmó que la “derecha” articula una campaña mediática internacional al
declarar la existencia de una crisis humanitaria en el país (¡!).
La crueldad con que se burlan del
sufrimiento de los venezolanos, de quienes mueren por no conseguir los
medicamentos requeridos, de los muchos que escarban la basura en busca de
alimentos, de los millares que a diario se humillan aguantando horas de cola al
sol en espera de alimentos que muchas veces no aparecen, del atroz número de
muertos a manos del hampa, de los presos políticos que se pudren en las
ergástulas del régimen sin razón alguna, expresan esa terrible “banalidad del
mal” de quienes abrazan ciegamente una perspectiva totalitaria que admite solo
una verdad, la suya.
Y ello da lugar a la cruel paradoja de
alegar su “supremacía moral” -avalada por la Historia-, para desconectarse del
espantoso sufrimiento causado por sus acciones y disolver así, toda distinción
real entre bien y mal. En este cuadro, denunciarlos de castro-comunistas los
enaltece, pues en el imaginario que ello les evoca, el 80% de venezolanos que
repudiamos la gestión fascista de Maduro estaríamos descalificados por enemigos
del (verdadero) “pueblo”, burgueses, apátridas y pro imperialistas.
Lamentablemente, esta peculiar legitimación hunde sus raíces en las corrientes
políticas dominantes de nuestra historia reciente, salpicadas de
anti-imperialismo, “revoluciones” y profesiones socialistoides.
Al designarlos como fascistas se les
quita la hoja de parra de los mitos redentores del comunismo que tanto les
reconforta. El terror que les causa quedar desnudados de fascistas los lleva a
lo indecible para proyectar en otros su propia naturaleza. Nada consuela más a
la conciencia de los Maduro, Cabello y El Aissami que poder sacudirse de tal
oprobio señalando que quien es fascista es la oposición democrática.
Dada la similitud entre ambos, la única
distinción hoy entre comunismo y fascismo tendría que basarse en que el primero
está avalado por leyes históricas. Pero como ello no es así, se tiene que
concluir en que, o bien el comunismo es una quimera que nunca podrá existir en
la realidad sino en su forma estalinista -que traicionó sus postulados- o, como
argumento, es simplemente neofascismo.
Humberto García Larralde
economista,
profesor de la UCV
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