domingo, 14 de junio de 2009

CATALINA GASPAR - VENGO DE UN VELORIO


Pablo Picasso

El texto que sigue de la profesora Catalina Gaspar, no fue escrito con la intención de ser publicado. Su contenido no busca protagonismo alguno. Es simplemente la expresión de un dolor, de un sentimiento hondo, profundo, que por su carácter y condición, recoge el dolor de muchos, que no tienen como expresarse, que cobijan sus lágrimas en el silencio, en el espacio de los callejones que no conducen a parte alguna, en las encrucijadas de las escalinatas que concluyen sólo en la desesperanza.

Retrata un caso, que es espejo fiel de los que diariamente ocurren en este expaís, apabullado por la muerte en todos sus horizontes. Tomado por el absurdo, la momentaneidad, el vacío. Por las cercas con las que pretenden separarnos cuando la ausencia cobra la misma vasta y desolada dimensión, cualquiera sea el tiempo y el lugar en que ocurra.

Pero expresa también el dolor del otro, que se hace uno con nosotros. Y por ello el texto cobra la fuerza de la solidaridad que atraviesa linderos para recostarse en el regazo de cualquier hijo o de cualquier madre a quien esta desmedida violencia que hoy nos define, haya arrancado de cuajo la posibilidad de una sonrisa.

Por eso lo tomamos y lo difundimos. Porque su eco doloroso, se junta a muchos otros lamentos que hoy nos sacuden. Y porque tenemos la convicción de que sólo ese alcanzar la mano del otro podrá algún día hacernos cambiarle el rumbo a este proceso de destrucción y autodestrucción que nos han impuesto y nos imponemos.

En todo caso, apenas queremos contribuir al necesario debate sobre la violencia, el crimen al que de ordinario nos sumamos a punta de silencio. De pasividad en medio de una apreciable militancia en la espera. Mientras, el absurdo sigue conduciendo este no vivir. ms

VENGO DE UN VELORIO
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CATALINA GASPAR

Vengo de un velorio. Murió un hombre a quien no llegué a conocer, pero no importa, era el padre de una amiga de mi hija, compañera de estudios en la UCV, y de un muchacho, también estudiante en la misma universidad. Ella, quien me abraza risueña cuando va a mi casa, tiene sólo 19 años, es encantadora, brillante, creativa, todos sus compañeros lo dicen. La quieren, la admiran. Y, tan jóvenes, tan frágiles aún, están ahí, con ella, vestidos de negro el cuerpo y el alma. Mi hija lloró diciéndome que su amiga amaba a su papá, y que él y su madre eran una pareja de enamorados aún después de tantos años de casados. Lloró de angustia, de desolación, de impotencia, por el papá de su amiga, y por ella, y también porque, me dice, eso ha podido pasarme a mí, o a su papá, a cualquiera, cualquier día, a cualquier hora.

Y yo pensé con terror en aquello que es innombrable, que rebasa cualquier entendimiento, lo que no me atrevo a decir: que también ha podido pasarle a ella. Y lloré, yo también, porque todos somos padres, hermanos, hijos, amigos, vecinos de alguien: todos estamos de duelo. El país todo está de duelo, y no es una frase, ojalá lo fuera: una bala nos atraviesa el corazón.


Vengo de un velorio. Él era vasco, huyó de la persecución política de la España franquista, para venir a morir aquí en manos de un delincuente que le disparó una bala al corazón cuando acudió a los gritos de un vecino a quien estaban secuestrando. La metáfora me ahoga, su corazón estaba en Venezuela, y como tantos de nosotros, pensó que tener el corazón depositado aquí, su trabajo, su familia, su vida, bastaría para preservarlo. Moriría de viejo rodeado de su familia, siempre amoroso, siempre solidario y desprendido.

Vengo de un velorio. Y no entiendo nada. Nos han pedido que vayamos a votar una y otra vez. Y cada una de esas veces los votos legitiman a un gobierno para que el contrato social funcione, para que nosotros, ciudadanos que andamos desarmados, a la buena de Dios, seamos protegidos por todos esos organismos donde sí hay gente armada, que el beneficiario del contrato social, es decir, el gobierno, está en la obligación de dotar apropiadamente y de entrenar. Asumimos que serán muchos los que nos cuidarán, que estarán vigilantes, que se diseñarán políticas para prevenir el delito, que los delincuentes serán juzgados y condenados.

Pero vengo de un velorio y la muerte me mostró su rostro. Era el de la impunidad, el de la legitimación de la violencia, el de negar una y otra vez que aquí está pasando algo grave. El rostro de la muerte es un rostro cínico, disociado de la realidad de los venezolanos, un rostro obsceno de tanta indiferencia, un rostro perverso, cuya boca ordena regalar el dinero que a todos nos pertenece y que debería estar destinado a la seguridad, a la salud, a la educación, a la vivienda, sólo para complacer su vanidad, su narcisismo, su futilidad.

Al rostro de la muerte le complace exorbitar los ojos para condenar a quien no lo ame; a su boca le gusta ofender, amedrentar, descalificar a los otros. Al rostro de la muerte le gusta amenazar, mantenernos en vilo, indefensos, pero nunca lo he escuchado amenazar a los delincuentes, a los asesinos, ni ordenar a su séquito que se avoque a combatirlos.


El rostro de la muerte no se desgarra, como nosotros, ante la violencia, porque él es violencia. El rostro de la muerte no se inmuta con el odio porque él es odio. El rostro de la muerte se desborda en fantasías sólo en torno a su propia muerte, él, que sí invierte generosamente en garantes permanentes de su vida.

Vengo de un velorio y el velorio permanece en mí, en todos nosotros, es un duelo compartido que no podrá sanar, porque el rostro de la muerte nos preside y carece de toda empatía y de toda solidaridad: no le importa el papá de una niña de 19 años, ni la angustia de mi hija que me mira y me dice que ella no podría vivir sin mí. No le importa el latido loco de mi corazón cuando mis hijos demoran en responder al celular. No le perturba que no durmamos, que nos aterre salir a la calle de noche –y de día-, que vivamos enclaustrados y temerosos. No le importa que aquello inconcebible, aquello que escapa a la comprensión humana: la muerte de un hijo, sea la presencia innombrable que habita tantos hogares venezolanos. Sencillamente, no le importa.

Vengo de un velorio. Él recibió una bala en el corazón. Y yo necesito decirlo: el rostro de la muerte, ese al que tanto le gusta que lo contemplemos durante horas, no tiene corazón. Pero sí tiene nombre.

Corro a buscar a mi hija a la estación de metro. Ya son las siete de la noche y no quiero que esté sola en una calle esperando el autobús para subir a su casa. Me niego a que la carencia de corazón del rostro de la muerte lastime su corazón.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Si profesora Gaspar, en este país todos venimos o vamos para un velorio. Pero tenemos que acabar con EL PAIS VELORIO!!!!!!!!

JP.