jueves, 30 de septiembre de 2010

GLOSA SOBRE LOS QUE NO DUDAN EN TENER SIEMPRE LA RAZÓN, LOS FUNDAMENTALISTAS PER SÉ.

¿Qué es un fanático? Un desdichado que se convence de
estar enamorado de sí mismo, cuando es incapaz de amar a otros.
O, lo que es lo mismo, un cercenado. Es alguien que no sigue a nadie,
sino a una sombra, creyendo que la encarna.
O una sombra mil veces representada en la figura de los genocidas.


Imagínese el lector de estas líneas, que todos, independientemente de la edad, hemos vuelto a las aulas de la infancia. Ruedan los años hacia atrás y de repente usted, siendo mujer, se encuentra mesándose las clinejas y jugueteando con un chicle entre lengua, dientes y paladar o, siendo hombre, se reencuentra impúber, con una onda escondida entre las medias; cada uno calentando un pupitre del que no quisiera acordarse. Pero no estamos solos. Nuestro país está, íntegro, sentadito en las aulas. Batalla de taquitos con pitillos, clics y tiras de papel lanzados con gomitas. El maestro, aterrorizado, ha huido de clases. No es un programa de Radio Rochela. Tampoco es una pesadilla. Es la realidad. Pues sí. Eso, palabras más, palabras menos, querido lector, es nuestra nación, hoy por hoy.

Hagamos memoria. ¿Quién era el empecinado facineroso o facinerosa que, sin tener nada que decir, pretendía llevar siempre voz cantante en las aulas? Cerremos los ojos y evoquemos. ¿No era acaso un impostor, un exacerbado yo habitando tempranero en el seno de un pequeño que, en buena lid, debería estar en lo suyo de ser niño? Pero desde los días de ese compartido estanque de la infancia (no importa si usted pasó por allí hace 50, 35 o 20 años) vuelve como prefiguración esa tumoral exaltación del yo, copando todos los espacios, por parte de unos pocos, en detrimento de los muchos.


Los niños que ambicionaban empoderarse frente al resto, llegaban a las escuelas con sus yoes bien pulimentados. Y tenían por costumbre la práctica de denigrar, de sembrar infundados testimonios, de humillar incluso al amigo. Espejo del mundo de “arriba”. Así que en poco difería esa jauría de bisoños lobeznos de la batalla campal y encarnizada que nos parecía barruntar en el mundo de los grandes. ¿Acaso haya sido símil esa infancia, de la vida ciudadana de los siglos XIX o XX, con sus bandas de liberales y conservadores o de adecos y copeyanos, disputándose el país como lo haría una manada de hienas con la pierna de un buey?

Uno toma fuerza para escuchar, sin devolver el almuerzo, a los “líderes revolucionarios” del momento que desfilan por el canal televisivo del gobierno y ¿qué ve? El mismo discursito del panzudo muchachito que se quería apropiar de la cartelera escolar, toda una promesa para el mañana, un fanatizado ego que domeñará a otros fanatizados egos en un promisorio futuro. También ve uno una suerte de reflejo de las escaramuzas, dimes y diretes de adecos y copeyanos, cuando los primeros eran gobierno y los segundos oposición o viceversa; o de las correrías de Antonio Leocadio Guzmán vs. Juan Vicente González en el siglo XIX.

Así que no hemos avanzado un palmo con este asuntico de la penosísima Revolución Bolivariana. Lo que vemos es otra escuelita plagada de frases hechas y huecas, de retruécanos y recórcholis, adornando los ornamentales floripondios de unos maniquíes vestidos de pueblo que hablan engominado. Y nuestra pobre lengua descalabrada. No creo necesario hacer acá un listado de ejemplos de la sarta de sandeces a que hago alusión. Me luce como un atentado contra la llana inteligencia. Pero si usted ha tenido el coraje de rememorar la infancia, tampoco lo echará en falta para acordar conmigo en lo que digo.

Por desgracia, ese mal que vislumbráramos en la infancia, ataca al país por cada uno de sus flancos y, como es natural, en las filas de políticos de oposición se encuentra uno con réplicas de yoes pugnando por salir a cantar al escenario, añorando un baño floral más apoteósico que el de la entrada de Bolívar a Caracas, luego de la batalla de Carabobo. Y uno se estremece de pensar si es cierto que no hay una alternativa distinta y promisoria de gobierno, para un país que nunca se ha puesto de acuerdo. Pero el tema de este entremés no es versar sobre quienes, no siendo gobierno, tienen sus aspiraciones políticas. Porque, con todo y las críticas de que puedan ser blanco, hay allí un principio de diversidad (aunque, hay que aceptarlo, también de dispersión y desunión) del que carece la autocracia que tan bien ha estado representada en las manos de esa fórmula reduccionista que es HChF12, * con sus bien apuntadas falanges.


Dicho esto, podría uno pensar que acaso sea inútil hablar o escribir a quienes pretenden que esas meras liberalidades de la expresión, sólo pueden ejercerse, con libertad, desde o hacia una de las esquinas de un cuadrilátero. ¿En qué se transforma, entonces, esa esquina? En una madriguera de desdichados fanáticos, para nada disimiles de la turba que quiere elevar al cielo las cenizas de Frankenstein por medio de la hoguera; en gentes que, siempre por el bien de la humanidad, están prestos a inmolar a quienes no recen su mismo catecismo.



La asesina inquisición de la iglesia católica de anteayer, en muy poco se diferencia del soviet estalinista que ayer arrasó a millones en el gélido infierno Siberiano, o del sistema de relojería Pan-Germánico-Espartano que, durante la 2da Guerra Mundial, hizo de Europa una red de frigoríficos y hornos para hospedar a aquellos a quienes su locura consideraba sin derecho a estar ni dentro ni fuera de “su” cuadrilátero.

¿Qué llevó a Savonarola a transformarse en un vampiro encarcelado en su insaciable sed de sangre?

¿Qué motivó que Joseph, el titánico granjero, edificara un infierno en el país del frío, adonde fueron a parar las humanidades de millones de inocentes?

¿Cuál fue la fuerza que hizo brotar el más inveterado, empedernido y sañoso de los odios, para que transformara a un oscuro personaje, de burlesco bigote y perturbada mueca, en el héroe que arrastraría a todo un pueblo (y al mundo entero atrás de este) hacia el abismo? (Por cierto que esa mueca en algo me recuerda la cadavérica sonrisa que ordenó las hecatombes de Hiroshima y Nagasaki.)


Al hacerse uno tales preguntas, le parece deambular por una sombreada e incierta senda. Piso falso. O, al menos, tierras lodosas, cuando no arenas movedizas. Pues en poco deben distanciarse tales “semidioses” de las masas que, a pie juntillas o rodilla en tierra, les juran fidelidad eterna, quiebran lanzas y queman naves, para defender o imponer las tinieblas o, si les suena mejor, una iluminación que sólo ellos creen percibir en el seno de su ceguera.

¿Qué es un fanático? Un desdichado que se convence de estar enamorado de sí mismo, cuando es incapaz de amar a otros. O, lo que es lo mismo, un cercenado. Es alguien que no sigue a nadie, sino a una sombra, creyendo que la encarna. O una sombra mil veces representada en la figura de los genocidas.

Así pues, preguntémonos si el peor de los enemigos del hombre no es su vecino, sino su propio y enceguecido fanatismo; si su más horrenda imperfección no es su defensa a ultranza de prédicas que desconoce en absoluto; si esa cualidad suya de identificarse con el fuerte no es, acaso, su mayor debilidad.

Samuel Robinson.*

La fórmula es, de por sí, un oxímoron, pues nos habla de un reduccionismo exponencial, receta con la que se ha pretendido centralizar, en una sola persona, los destinos de todos y cada uno de los ciudadanos de la nación, para cambiarles su condición por la de maleables súbditos.

- Esta nota me la ha enviado desde Chipre un señor que firma como Samuel Robinson.
- Las reproducciones pertenecen a representaciones de La clase muerta, de Tadeusz Kantor.

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