La arrogación por parte del Estado de decisiones estratégicas sobre el desarrollo, así como sobre la propiedad de industrias consideradas básicas, los controles de precio y la suspensión de las garantías económicas, dibujan un contexto institucional poco favorable al desarrollo de una economía de mercado basado en la competencia. Se asocia, más bien, a una basada en la discrecionalidad en la toma de decisiones por parte de funcionarios públicos, permeable a presiones y favoritismos de los poderosos. Por más que la ideología dominante de los gobiernos populistas venezolanos estuviese imbuida en la prosecución de la justicia social, las oportunidades de aquellos de torcer las reglas a su favor -dada la debilidad o plasticidad de muchas instituciones-, se traducían en resultados percibidos como injustos.
martes, 3 de octubre de 2017
APUNTES SOBRE LA ECONOMÍA POLÍTICA DE LA JUSTICIA DISTRIBUTIVA Y LA CORRUPCIÓN
APUNTES SOBRE LA ECONOMÍA
POLÍTICA
DE LA JUSTICIA DISTRIBUTIVA
Y LA CORRUPCIÓN
Humberto García Larralde
Criterios de justicia para la distribución del producto social
Para la teoría
económica neoclásica, la justicia distributiva se sustenta en criterios basados
en la competencia mercantil. En un mercado de competencia perfecta,[1] cada
quien debe obtener una retribución a su esfuerzo productivo igual al valor de
su productividad marginal. Este valor lo determina(n) quien(es) consume(n) sus
servicios, al pagar por ellos en ese mercado transparente y competido. Emerge
un constructo de justicia distributiva que no depende de la imposición o
apetencias de personas u organizaciones específicas, sino de un criterio impersonal,
“objetivado” a través de múltiples transacciones independientes. Nadie puede
imponer su voluntad.
Los epígonos del
libre mercado sostendrían que ello corresponde a un estado ideal al que se debe
tratar de aproximar, libre de interferencias ajenas que podrían trastocar la
racionalidad y eficiencia de sus mecanismos. Mercados distanciados de la
competencia generarán dinámicas distributivas perversas, pero sus intentos de
“corrección” a través de controles o redistribuciones alejaría aún más la
solución “ideal”.
Una distribución más
equitativa del ingreso dependería de la promoción de la competencia y de una
mejor capacitación de quienes reciben bajas remuneraciones, de manera de elevar
el valor de su productividad marginal. Un marco político inclusivo (Acemoglu y Robinson, 2012) contribuiría con el logro de
estos propósitos. La corrupción se asocia a la percepción de ingresos por
medios enfrentados a la racionalidad mercantil y violatorios de sus preceptos
legales.
Carlos Marx
Pero el capitalismo
real no se apega a los patrones ideales de la competencia. Marx y otros señalaron
tendencias concentradoras y centralizadoras del capital como frutos de la lucha
competitiva. Ello acaba con la competencia e introduce asimetrías de poder de
mercado. Es decir, los grandes capitales gozan de un margen más favorable para
imponerse. En la visión de Marx, la superestructura política que emanaba de las
relaciones sociales de producción imperantes contribuiría a acentuar las
iniquidades al defender a los capitalistas, iniquidades que, de paso, no se
derivaban de la ausencia de competencia sino de la naturaleza explotadora del sistema.
Pero esta visión
determinista de Marx tampoco se aviene a la realidad, pues el estado es
escenario del encuentro y contraposición de múltiples intereses. Por demás,
esta postura marxiana se desdice con las abundantes denuncias de los
inspectores de trabajo ingleses de los cuales se valió el alemán para criticar
las condiciones de trabajo capitalistas en su obra magna, El Capital. Uno de los pocos marxistas que entendió lo de la
“autonomía relativa del estado” fue Nicos Poulantzas, aunque desde una visión
restringida por su apego a la lucha de clases.
Daron Acemoglu
El estado y la justicia distributiva
Sin entrar en
consideraciones sobre lo que es o no es el estado, debe ser evidente para todos
que, mientras más desarrollados, extensivos e inclusivos sean los mecanismos
democráticos en un país, más difícil será que quienes manejan las palancas del
poder político puedan defender intereses particulares. Esto de ninguna manera
pretende argumentar que el estado es neutral. Siendo un organismo complejo, no siempre
coherente o consistente en sus propósitos, y entrecruzado por múltiples
intereses, sus decisiones tenderán a ser permeables a la influencia de quienes detentan
mayor poder.
Y aquí la palabra “tenderán” es muy importante,
pues hay que considerar la actitud de individuos clave en la administración de
la cosa pública. Es decir, la “autonomía relativa del estado” no sólo resulta
de la miríada de intereses que lo entrecruzan, sino también del libre albedrío
o, en todo caso, de la influencia de valores y hábitos, de individuos en
posiciones decisorias que pueden contrariar los intereses de los poderosos.
Estas disquisiciones poco
rigurosas buscan simplemente enfatizar el papel de las instituciones
democráticas como contrapeso a la acumulación excesiva de poder. En el plano
político, la autonomía y equilibrio de poderes propuesto por Montesquieu
resultó en un marco institucional capaz de contener las apetencias autocráticas
del jefe del Ejecutivo e, indirectamente, la sumisión del mundo militar a la
voluntad soberana.
En el plano
económico, un estado permeable a las demandas y aspiraciones de sus ciudadanos tiende
a responder a éstas, acotando el marco ante el cual discurren las actividades
económicas. Históricamente podemos hablar de conquistas sociales y políticas
que han redundado en derechos civiles, laborales, de los consumidores y
ambientales, ante los cuales, en países con una institucionalidad fuerte, debe
inclinarse la actividad mercantil. La distinción de Acemoglu y Robinson entre
instituciones inclusivas y extractivas ilustra esta relación entre lo político
y lo económico.
En conclusión, no
existe la competencia perfecta que redundaría en una situación de justicia o
equidad correspondiente a los criterios de la economía neoclásica. Por demás,
la acumulación de capital, dejado a solas, resulta en crecientes iniquidades.
El capitalismo, como sistema económico, ha demostrado ser muy eficiente -lo
reconoció Marx al tildar a los capitalistas de fuerza revolucionaria de
transformación-, pero no asegura un usufructo equitativo del producto social.
La búsqueda de la
equidad (según criterios sociales predominantes) debe provenir, por ende, de fuera
de la esfera mercantil, del mundo político. Esta puede tomar dos formas. La
primera, respetando los mecanismos mercantiles, pero poniéndole acotaciones a
partir de las cuales puedan desenvolverse. La segunda, interviniendo o -en
extremo- aboliéndolos, con base en criterios distributivos político-ideológicos
para generar resultados diferentes a los que resultarían del libre accionar de
las fuerzas de mercado. El primero aborda el problema de las condiciones para
la equidad ex ante, el segundo lo
intenta procurar ex post, alterando
los resultados.
La economía social de mercado
Defendemos el rol de
la democracia en hacer valer reglas de juego que, de manera ex ante, acoten el ámbito en el cual se
desenvuelve la iniciativa privada, de manera de asegurar el respeto a los
derechos civiles, laborales, de consumidores y ambientales, conquistados por la
sociedad. La distribución del producto social seguiría determinada por los
mecanismos autónomos, “objetivados”, del intercambio mercantil, pero -en la
medida en que se ejerce una democracia efectiva, con transparencia de la toma
de decisiones políticas y rendición de cuentas- dentro de un contexto que se
encuentra fuertemente condicionada por las aspiraciones de justicia de la
sociedad. Aunque los grandes capitales estarían siempre pendientes de sacarle
provecho a su poderío, incluyendo el uso de medios ilícitos, estarían sujetos a
medidas punitivas al descubrirse sus faltas, suponiendo un estado de derecho fuerte.
Cabe señalar que aquí
no se está afirmando que un marco institucional que sustente la igualdad ante
la ley garantiza la igualdad de oportunidades. El campo de juego, por más
democrática, abierta e inclusiva que sea la sociedad, nunca estará totalmente
nivelado. Individuos poco preparados y en minusvalía para ejercer sus derechos
están en desventaja ante esta igualdad de oportunidades. Y siempre habrá
circunstancias en las cuales el peso de los poderosos hará que se incline a su
favor. Pero de ahí, precisamente, viene el desafío democrático liberal: una lucha
permanente por rebajar estos privilegios y empoderar a los relegados en
beneficio del ejercicio efectivo de esa igualdad de oportunidades. No hay
fórmula mágica para la equidad, solo un medio para ella, la lucha democrática
en un estado liberal de derecho.
El socialismo como solución mágica
Poulantzas
Cabe señalar que en
sus análisis de coyunturas políticas (La Guerra Civil en Francia, El 18
Brumario), Marx fue bastante más abierto y crítico que sus posteriores epígonos
en relación con el rol instrumental que supuestamente tenía el Estado como
defensor de las clases dominantes. Pero lo que prevaleció para la acción
política de la izquierda radical en el siglo XX fue la visión simplista de que
representaba el Estado Mayor político de la burguesía, resultante de su
dependencia, como superestructura, de la base económica -aunque fuese solo “en
última instancia” (Poulantzas dixit).
De acuerdo con esta
visión, la única manera de conquistar la equidad sería desplazando a la
burguesía del poder político para convertir al Estado en instrumento (dictadura)
del proletariado. La expropiación y socialización de los medios de producción
convertiría automáticamente a éstos en instrumentos de la justicia
distributiva: “de cada quien según sus
capacidades, a cada quien según su trabajo”. Pero ello sería sólo mientras
no se llegase a la sociedad de la abundancia que, en el pregón de Marx, sería
el comunismo:
“cuando el trabajo no sea solamente un medio de vida,
sino la primera necesidad vital; cuando, con el desarrollo de los individuos en
todos sus aspectos, crezcan también las fuerzas productivas y corran a chorro lleno los manantiales de
la riqueza colectiva, sólo entonces podrá rebasarse totalmente el estrecho
horizonte del derecho burgués y la sociedad podrá inscribir en sus banderas:
¡De cada cual, según sus capacidades; a cada cual según sus necesidades!”[2]
(negritas mías, HGL)
El “derecho burgués”
ahí referido se refiere no es otro que las reglas del intercambio mercantil.
Solo que bajo el socialismo el intercambio sería equitativo por que se estarían
transando bienes contentivos de iguales cantidades de trabajo (“socialmente
necesario”). El problema es que, mientras no se lograba la sociedad de la
abundancia habría escasez y, por ende, necesidades insatisfechas. En un plano
menos abstracto, habría todavía pobreza e injusticia social. Como ello era
inaceptable para la prédica revolucionaria, había que tomar atajos mientras se
materializaba la anhelada jauja comunista. Esto implicaba intervenir los
procesos de intercambio mercantil, sujetándolos a criterios políticos.
Como las revoluciones
comunistas ocurrieron en países atrasados, donde las fuerzas productivas
estaban poco desarrolladas, el imperativo de afrontar el problema de la pobreza
y de la injusticia social era aún más apremiante. Se enfrentó cortando el nudo
gordiano de la construcción del comunismo a-lo-Marx, instaurando desde ya el
reparto según las necesidades, no según el trabajo. Se obvió la relación entre
las fuerzas de mercado y el desarrollo de las fuerzas productivas, que estaban
en la base del argumento marxiano.
Para instrumentar estos
mecanismos alternos de distribución del producto social había que desmantelar
las instituciones -reglas de juego- que sustentaban el intercambio mercantil,
el “derecho burgués” antes referido. Se obviaron los mecanismos “objetivados” e
impersonales de distribución, sustentados en un intercambio mercantil en
competencia y en el Estado de Derecho, para instaurar mecanismos políticos que
no podían derivarse de otra cosa que no fuese la estructura de poder dominante.
En la terminología de Acemoglu y Robinson, el
control político excluyente del poder por parte de los comunistas se expresó en
instituciones políticas extractivas que instrumentaron el desarrollo de
instituciones económicas, también extractivas. Se tendió así la cama para todo
tipo de prácticas corruptas, siempre y cuando pudiesen legitimarse
ideológicamente.
El populismo
Carlos Andrés Pérez
Pero estos “atajos”
no eran prerrogativa exclusiva de regímenes comunistas. El populismo, por lo
menos el latinoamericano, consideraba necesario intervenir los mecanismos de
mercado con controles de precio y aumentos administrativos de salario. Supuestamente
ello no tendría consecuencias negativas sobre el crecimiento, pues ampliaría el
mercado para bienes básicos, “no sofisticados”, y estimularía la inversión
doméstica, mejor posicionada para atender estas demandas. En un país petrolero
como Venezuela, estas prácticas consiguieron amplio sustento financiero en la
captación de formidables rentas en los mercados internacionales de crudo. En
última instancia, los desajustes e insuficiencias podrían resolverse a
“realazos”.
La arrogación por parte del Estado de decisiones estratégicas sobre el desarrollo, así como sobre la propiedad de industrias consideradas básicas, los controles de precio y la suspensión de las garantías económicas, dibujan un contexto institucional poco favorable al desarrollo de una economía de mercado basado en la competencia. Se asocia, más bien, a una basada en la discrecionalidad en la toma de decisiones por parte de funcionarios públicos, permeable a presiones y favoritismos de los poderosos. Por más que la ideología dominante de los gobiernos populistas venezolanos estuviese imbuida en la prosecución de la justicia social, las oportunidades de aquellos de torcer las reglas a su favor -dada la debilidad o plasticidad de muchas instituciones-, se traducían en resultados percibidos como injustos.
Ello se torna aún más patente cuando, agotadas las posibilidades del
desarrollo hacia adentro, el gobierno de Jaime Lusinchi refuerza los controles en
respuesta a la crisis del sector externo y la inflación. Un mercado poco
competido y sujeto a pautas que respondían a prioridades cambiantes, estimuló
prácticas especulativas que premiaban, no el esfuerzo productivo, sino la
astucia para sacarle provecho a estos cambios. Junto a prácticas clientelares
con que se instrumentaron las políticas asistencialistas a los sectores más
golpeados, se forjó un ámbito maleable al poder y a las influencias.
Paradójicamente, como lo reveló el rechazo de los intentos de corrección
de estas aberraciones por parte del gobierno de CAP (II), los venezolanos se
inclinaron, no por el fortalecimiento de las instituciones impersonales del
Estado de Derecho y de la competencia mercantil, sino por un intervencionismo aún
mayor, en la forma de un vengador justiciero que enderezaría las cargas a favor
de quienes se habían sentido relegados, tanto por la crisis del modelo proteccionista
anterior, como por las reformas introducidas para asignarle un papel más
protagónico al mercado.
El socialismo
del siglo XXI
Hugo Chávez Frías
La prevalencia del Estado como ductor de la economía encontró en las
gestiones de Hugo Chávez y de Nicolás Maduro sus expresiones más acabadas. El
gobierno de Chávez se caracterizó por articular un dispositivo macroeconómico
para maximizar la disponibilidad de ingresos en manos del fisco para la
prosecución de sus fines políticos, saltándose los controles sobre su usufructo
y aplicación. Ello se enmarcó dentro de
lo que el propio Chávez denominó “socialismo petrolero”.
La formidable base financiera que se logró acumular se volcó en un gasto
público discrecional, incluyendo la
instrumentación de diversos mecanismos para transferir recursos a sectores de
bajos ingresos a través de las misiones, que constituyeron su base política de
apoyo por excelencia[3].
No puede negarse que durante los años de bonanza petrolera el consumo de estos
sectores mejoró. Pero ello ocurrió en un marco de abatimiento de las
instituciones del Estado de Derecho, en particular, las referentes a la
rendición de cuentas, y a la acción contralora de poderes autónomos y de los
medios de comunicación social, lo cual facilitó el usufructo de los recursos
públicos en función de intereses particulares o grupales.
El desmantelamiento del Estado de Derecho se expresa en la
centralización del poder y la toma de decisiones en manos de la Presidencia de
la República, y la sumisión a él de los demás poderes. Se ha dado al traste con
el equilibrio y autonomía de los poderes públicos, llegando al extremo de
desconocer abiertamente las atribuciones y deberes de la Asamblea Nacional de
mayoría opositora y pretender suplantarla con una Asamblea Nacional
Constituyente conformada con partidarios del gobierno, en violación de los
mecanismos constitucionales existentes. Instrumental en este golpe de estado ha
sido la actuación de un TSJ designado por la anterior Asamblea Nacional
-dominada por el chavismo- para “avalar jurídicamente” el atropello al Estado
de Derecho.
En el plano económico el régimen se ha arrogado la
fijación de precios de los bienes y servicios, y de los canales a través de los
cuales deben ser comercializados; decide quién contrata con el Estado y bajo
qué modalidades, qué cosas importar y cómo, y a
quiénes se les entregan dólares preferenciales. Asimismo, asume la prerrogativa
exclusiva de asignar concesiones mineras y petroleras y se reserva otras a
discreción, sin rendir cuentas y eximiéndose de la acción contralora de la
Asamblea Nacional y de los medios de comunicación. Más allá, un TSJ írrito
“valida” que se salten los controles y resguardos que establece la Constitución
en materia presupuestaria: una patente de corso para ignorar cualquier
limitación a la abierta expoliación de los recursos pertenecientes a todos los
venezolanos por parte de quienes están en el poder.
Nicolás Maduro
Por si fuera poco, Maduro le da cobijo a quienes están
señalados afuera como incursos en hechos delictivos, nombrándolos a altos
cargos públicos. No hay restricción institucional alguna, una vez abatido el
Estado de Derecho, para evitar que los dineros públicos sean apropiados para
cualquier manejo irregular que puede ocurrírsele a la oligarquía que detenta
actualmente el poder. El país está sujeto a su libre albedrío.
Los resultados económicos de este arreglo han sido
sumamente adversos. Además de la severa caída en la actividad económica y una
inflación que, por mucho, ha sido la más alta del mundo por cuatro años
consecutivos, el empeño del Ejecutivo de privilegiar el pago de la deuda
externa, aun con la drástica caída en los ingresos por exportación del crudo,
ha significado una reducción brutal de las importaciones, agravando severamente
el desabastecimiento de alimentos y medicinas, y avivando aún más las alzas de
precio.
En consecuencia, la población ha sufrido un proceso
acelerado de empobrecimiento, con graves secuelas en materia de hambre y
desnutrición, muertes por no conseguir los medicamentos y/o los tratamientos
requeridos, incremento en la mortalidad infantil y de madres parturientas,
además de la malnutrición y la morbilidad relacionada con distintos
padecimientos.
El
Estado Patrimonial
Al aumentar las
medidas de intervención y de control de la economía, y al asignarse los
recursos del rico estado petrolero a discreción del presidente, aparecieron
inusitadas oportunidades de lucro que, en ese contexto de anomia e impunidad
creciente, auspició la emergencia de complicidades entre “revolucionarios”
atrincherados en los nodos decisorios del estado para sacarles provecho. Al
amparo de la prédica socialista, se fue destruyendo el “estado burgués” para
acomodar prácticas delictivas que fueron desarrollándose, en torno a los cuales
se forjaron lealtades a cambio de participación: “póngame donde haiga”. Por
esta puerta entró también la gerontocracia cubana, mentora ideológica de este
desastre, para apropiarse de suculentas tajadas a cambio de asesoría en
represión y seguridad de Estado.
El socialismo de
precios y de tipo de cambio controlados, de leyes punitivas, confiscaciones
arbitrarias “en defensa del pueblo” y de controles de fronteras ante la “guerra
económica”, resultó ser la excusa perfecta para prácticas corruptas muy
lucrativas: sobrefacturación de importaciones y empresas de maletín para
ponerse en los dólares a Bs. 10; “contrabando de extracción” de gasolina y de
productos regulados; monopolización de importaciones de alimentos y medicinas
con escandalosos sobreprecios; contrataciones y otras negociaciones turbias de
PdVSA; otorgamiento de concesiones petroleras y mineras en la sombra; apoyo a
la guerrilla colombiana (narcotráfico); etc., etc. Hoy estas fortunas salen a
la luz por los escándalos ventilados en relación con bancos anglo-suizos
(HSBC), de Andorra, España, República Dominicana, Panamá, USA y Portugal (Banco
Espirito Santo).
El discurso
socialista permitió a una mafia apoderarse progresivamente del aparato estatal.
Quebró sus líneas de mando y de rendición de cuentas, vulnerándolas y
entrecruzándolas con lealtades de grupo para conformar mafias sectorizadas.
Éstas fueron fagocitando “cotos de caza” que, a veces llevaba a que se
presentaran conflictos entre ellas. El liderazgo carismático de Hugo Chávez y la
enorme renta que captó el estado hasta finales de 2014 por la venta
internacional de crudo -porque había real para todos- disolvieron muchos de
estos conflictos. Cuando no era posible, se dirimían con denuncias de corrupción
que sacaban del juego al menos “enchufado”.
Max Weber
Se “legaliza” abiertamente un Estado Patrimonialista (Max
Weber, 1978) caracterizado por la confusión del patrimonio público de la
Nación, con el patrimonio privado de quienes están al frente del Estado. En
nombre del socialismo fueron privatizados los bienes públicos por parte de una
oligarquía que detenta el poder para la prosecución de sus fines particulares.
En su defensa desató una ofensiva ideológica que procuraba legitimar ante los
suyos los desmanes ocasionados, bajo el pretexto de estar enfrentando
“enemigos” que están al servicio del imperialismo, culpables de desatar una
“guerra económica” contra la “revolución”.
Las características de la ideología en este
atrincheramiento del Madurismo en el poder, afrontan los preceptos
constitucionales referidos a la alternabilidad democrática y el respeto por los
derechos individuales, civiles, políticos, económicos y sociales. Lamentablemente,
las medidas de control y regulación sobre las que se fundamentan las acciones
depredadoras de la oligarquía en el poder, así como el usufructo discrecional
de la renta petrolera hecho posible por la violación de las normas establecidas
en la Constitución y las leyes, se nutren de la cultura rentista a que se hizo
referencia al comienzo. Por demás, la destrucción de la capacidad productiva
doméstica y el rezago en el ajuste del tipo de cambio han exacerbado la
dependencia del ingreso petrolero y, con ello, las apetencias por participar en
su usufructo excluyente.
El Estado se arroga la potestad de determinar cómo
deben abordarse las necesidades de la población, esgrimiendo un difuso proyecto
“socialista” para ello. En el imaginario construido para justificarse ante los
suyos, una “guerra económica” atenta contra las supuestas “conquistas” de la
“revolución”, obligando al Estado a fijar precios de los bienes y servicios, y
a determinar sus condiciones de distribución y comercialización. Los contratiempos
y/o consecuencias negativas de este intervencionismo obligan, en el marco de
este esquema, a reforzar aún más los mecanismos regulatorios y de control, y a
complementarlos con medidas de expropiación o confiscación de activos privados,
supuestamente para resguardar los intereses del pueblo.
Desde esta perspectiva, el acoso al sector privado no
sería tal, sino el resultado de su negativa a someterse a los cánones que
definen el bien común, responsabilidad del Estado. Ella se ceba en la cultura
paternalista y en las expectativas de muchos de que corresponde al Estado
asegurar las condiciones de vida amenas demandadas, en desapego de criterios de
corresponsabilidad para que éstas puedan generarse.
La acción del Estado contra la empresa privada
respondería, en este imaginario, a criterios de justicia social y de protección
del débil. La conducta expoliadora de la oligarquía se nutre también de la
precaria cultura ciudadana del venezolano, lo cual lo hace vulnerable a
prédicas demagógicas que buscan someterlo a los propósitos de control de regímenes
autocráticos. Como la empresa privada
sólo persigue intereses subalternos, muchos de los cuales atentan contra las
“conquistas” del pueblo, corresponde a los funcionarios públicos administrar
directamente los asuntos económicos para ponerle coto.
Comentarios
finales
No hay receta mágica para la justa distribución del
producto social, pero sí mecanismos para avanzar hasta dónde sea posible en la
prosecución de este fin: la promoción de la competencia en el marco de un estado
social de derecho que vele por los derechos civiles, laborales, de los
consumidores y ambientales.
La
profundización de la democracia es condición sine qua non para poder progresar
en la justicia distributiva, conforme a los valores preponderantes de la
sociedad. Dejar su instrumentación en manos de individuos preclaros, de sectas
ideológicas que alegan ser los únicos garantes genuinos de la felicidad y la
justicia humana, solo puede llevar a la autocracia y la imposición de criterios
discrecionales.
Estas suplantan los mecanismos objetivados e
impersonales de distribución, propios de mercados competidos en el marco de un
estado de derecho liberal, por mecanismos personales, vulnerables a las
apetencias de intereses particulares. Los vericuetos que abren los intentos de
control y regulación, así como la instrumentación de normativas punitivas, constituyen
el mejor caldo de cultivo para la corrupción, sobre todo si logra ampararse de
clichés “revolucionarios” para legitimarse ante quienes detentan el poder o,
mejor aún, logran convertir a éstos en cómplices.
Referencias
Acemoglu, Daron y Robinson, James (2012), Por qué fracasan
los países. Ediciones Deusto, España.
Weber, Max (1978), Economy
and Society. An Outline of Interpretive Sociology, edited by Guenther Roth
and Claus Wittich, University of California Press, Berkeley.
Humberto García Larralde
Economista, profesor de la UCV
humgarl@gmail.com
[1] Implica movilidad de factores, información completa y simétrica,
productos homogéneos, inexistencia de externalidades y múltiples agentes
interactuando desde la oferta y la demanda
[2] Crítica del Programa de Gotha.
[3] Entre otras
aplicaciones de estos cuantiosos recursos está la “compra” de aliados
internacionales a través de ventas de petróleo generosamente financiadas,
exoneraciones de deuda y otras ayudas.
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