miércoles, 1 de mayo de 2013

HUMBERTO GARCÍA LARRALDE - ¿COMUNISMO O FASCISMO?




La caracterización del régimen político implantado por Hugo Chávez ha sido pasatiempo favorito de los analistas. Entre los que coinciden en su naturaleza “proto-totalitaria”, hay una diferencia de opinión sobre si el objetivo que rige el proceso “revolucionario” bolivariano es el comunismo o si es más bien de índole fascista. Pareciera, en principio, que la precisión del “socialismo del siglo XXI” en términos de un estado y de una economía comunal, la retórica comunistoide de los dirigentes chavistas y la entrega de Venezuela al régimen de los Castro en Cuba, abogara a favor de la primera interpretación. Desaparecido el “comandante”, empero, se desnudan prácticas claramente fascistas para perpetuarse en el poder por parte de sus herederos, en respuesta al cuestionamiento de su legitimidad. ¿Cuál interpretación se aproxima más a la verdad? ¿Tiene sentido esta discusión o es sólo una curiosidad intelectual?

Empezando por la segunda de las interrogantes, si tiene mucho sentido aclarar la naturaleza del régimen, pues ello contribuye con una mejor comprensión de sus fortalezas y debilidades, fuentes de poder y vulnerabilidades ante los desafíos del mundo moderno, lo cual, sin duda, ayuda a una mejor estrategia de las fuerzas democráticas. En cuanto a la primera, argumentaré que las dos interpretaciones son válidas.

¿Qué podemos entender por comunismo?

Nada de indagar acerca de la naturaleza del comunismo con base en la hermenéutica de sus textos clásicos. ¡Líbrame Dios de semejante bodrio! Distingamos, simplemente, las tres acepciones con que suele asociarse el término:

1)    Como una Utopía. Se evoca aquí a sociedades primitivas, donde todo o casi todo se poseía en común y, en cualquier caso, era de usufructo común. Vienen a la mente sectas bíblicas como la de los esenios o de las comunidades cristianas primitivas, en las que había una clara proscripción del lucro, del afán por la riqueza, hasta el punto de elevar la pobreza, la sencillez y la humildad a virtudes a ser emuladas. A los ojos de sus epígonos bíblicos, era una manera de aproximarse al reino de Dios en la tierra. De esta acepción perdura una especie de nostalgia romántica, una reverencia por una época de oro de la humanidad en la que no existía la maldad ni el egoísmo, sino una comunidad hermanada en torno a la noble prosecución del bien de todos. Su evocación asume, pues, la forma de un mito. Su prédica legitimadora tiene carácter moralista, exaltando los deberes de la solidaridad, la cooperación y del esfuerzo por el bien del colectivo, por sobre las apetencias individuales. Para concluir esta apretada síntesis, diré que, en el plano económico, su prédica se justificó en la antigüedad por la situación de pobreza, de baja y estancada productividad, que conformaba un “juego suma-cero”, es decir, una situación en la cual la mejora en el bienestar de una persona era necesariamente a expensas de otros. Ello sustentaba un criterio de justicia que abominaba de las diferencias de riqueza.

2)    Como una Doctrina. Me referiré sólo a los llamados “padres” del “socialismo científico”, Carlos Marx y Federico Engels. Pretendieron haber formulado una teoría científica del devenir histórico, cuyas leyes apuntaban, inexorablemente, a la conquista futura de una sociedad que aboliría la propiedad privada sobre los medios de producción y que se caracterizaría por la abundancia, la libertad y la igualdad, en la que cada quien aportaría al bienestar colectivo según sus capacidades y recibiría, del producto social común, según sus necesidades. Su fundamentación descansaba en teorizaciones descartadas hoy por la ciencia, como son las teorías de explotación, del valor-trabajo, de la inexorabilidad de la lucha de clases, del Estado como instrumento de la clase dominante, y otras accesorias. No es éste el lugar para debatir estas ideas, pero para aquellos interesados hay una extensa bibliografía[1]. No obstante, es importante enfatizar la pretensión científica con que Marx en todo momento defendía sus tesis, al extremo de su famosa afirmación de que él no era “marxista”, ante las numerosas versiones simplistas, vulgarizadoras de sus ideas, pregonadas por muchos de sus seguidores, que reducían sus argumentos a recetas sin fundamentación. Como el “ratón de biblioteca” que fue, nada más caro para el viejo “Moro” que alegar que lo suyo era una “ciencia” para el cambio social, no una ideología.

3)    Como Régimen Político. En beneficio de la simplicidad, cortaré por lo sano para evitar la farragosa discusión de que la naturaleza de los regímenes comunistas ya se encontraba implícita en la doctrina de sus promotores, conclusión con la cual, de paso, coincido. Me limitaré a destacar aquí que su justificación doctrinaria, una vez copado las palancas de poder por Stalin en la naciente Unión Soviética, asume la forma de una ideología, es decir, de una representación sesgada de la realidad para legitimar sus ansias desmedidas de control y poder. Se suponía que el socialismo iba a implantar un sistema racional de planificación que superaría las crisis, insuficiencias e injusticias del capitalismo. El fracaso de esta aspiración obligó a encerrarse en clichés y a blindarse contra toda posibilidad de verse contrastado con lo que ocurría en los países avanzados del mundo occidental. Es lo que el propio Marx llamaba una “falsa conciencia” que introyecta en la mente de los sometidos, los argumentos que sustentan la dominación de las élites. La prédica socialista deja de ser ciencia: las bases de su legitimación se remiten a sus propios enunciados, a manera de un sistema cerrado, inexpugnable a todo intento de contrastación con la realidad. Se convierte en un “deber ser” de carácter moralista que invoca, en última instancia, a las virtudes de esas sociedades de la antigüedad –comunismo primitivo- mitificadas.

¿Qué es el fascismo?

Existe consenso en que el fascismo nunca fue una doctrina, como si lo fue el comunismo marxista. Quizás la manera más directa de concebir el fascismo es como una praxis política orientada al dominio del Estado y la sociedad, fundada en un conjunto articulado de mitos que resaltan la primacía de lo nacional, de lo patriótico, de lo étnico: del “nosotros” frente a los “otros” quienes, por ser diferentes o pensar distinto, representan un peligro y deben ser liquidados. A pesar de no constituir en sí una ideología, el fascismo se vale de construcciones ideológicas para legitimar sus ansias de poder. Entre éstas resalta la exaltación de lo épico, de una concepción heroica y maniquea de las luchas históricas entre el “bien” y el “mal” para afirmar la supremacía del pueblo; la presencia de una grave amenaza por parte de enemigos que atentan contra esa supremacía; la primacía de lo colectivo, del “bien común” reservado por la providencia, por encima de los intereses individuales; y la erección del Estado como expresión por antonomasia de ese bien común que debía imponerse. “Dentro del Estado todo, fuera del Estado, nada” (Mussolini dixit).

El fascismo se valió de la falsificación de la realidad a través de contraposiciones simbólicas proyectadas por una propaganda mentirosa e incesante; el dominio y/o control de los medios de expresión; la destrucción de las instituciones del Estado de Derecho liberal que consagran los derechos humanos y la separación y autonomía de los poderes; y el uso de los aparatos represivos del Estado para doblegar a quienes son retratados como “enemigos del pueblo” o “apátridas”. Emerge un “deber ser” que tiene como único referente al Gran Líder infalible, quien vela por el bien común y cuya identidad se confunde con la Patria, el Estado, y el Pueblo (con mayúsculas). El nuevo orden fascista se basa en el culto a este caudillo, a quien se obedece y expresa libertad incondicional; en la militarización y uniformación de la sociedad; la discriminación abierta de la disidencia; la violencia contra ésta por parte de bandas paramilitares –los “movimientos de camisa”-; y el culto a la muerte (“Patria, socialismo o muerte”): de su disposición al sacrificio supremo en pro del bien común, emergerá el Hombre Nuevo superior pero, como contracara, la muerte también deviene en instrumento supremo para la “limpieza” y reingeniería social.

La “fascistización” de los regímenes comunistas

De la síntesis anterior suele escapárseles a los analistas un corolario importante: al no tener doctrina propia, el fascismo no tiene problema en adoptar formas diversas para representar sus apetencias de poder y de violencia. Por ende, no hay incompatibilidad en que, como ideología, la prédica comunista sea utilizada para “justificar” prácticas fascistas desde el poder. Al contrario de la historiografía ortodoxa de “izquierda” que pretende contraponer fascismo y comunismo como polos opuestos y antagónicos del espectro político, el argumento que defiendo aquí es que, en sus pretensiones por perpetuarse en el poder, las élites de los regímenes comunistas no recurrieron a la pregonada “superioridad” del socialismo, sino a la instrumentación de prácticas que hoy conocemos como fascistas, si bien adornadas con los alegatos justicieros de los bolcheviques. La “legitimación” de tal proceder dentro del movimiento comunista internacional se remonta a Stalin, quien erigió un sistema totalitario altamente represivo, equiparable en su crueldad y capacidad de producir sufrimiento al de Hitler, pero en nombre de fines justicieros (¡!). Éste híbrido llegó al extremo con Fidel Castro, personaje en el cuál la relación de causalidad aparece invertida: de su temprana vocación por la violencia, de caudillo militar salvador de la Patria, surge la conveniencia de arroparse de la ideología –“falsa conciencia”- comunista para legitimar la concentración absoluta del poder en sus manos y derribar las instituciones del Estado de Derecho Cubano que podían interponerse a esta pretensión.

Nótese que lo heroico de la insurgencia fidelista, tanto del asalto al Cuartel Moncada como de la gesta guerrillera de la Sierra Maestra, no tiene por qué negar lo afirmado anteriormente: la historia está plagada de sagas referentes a caudillos “embraguetados” quienes, esgrimiendo propósitos de redención, sometieron a sus pueblos a los más crueles despotismos. La idea de que arriesgar la vida propia otorga una especie de superioridad moral inmune a todo cuestionamiento, es más expresión de lacras mentales ancladas en la idea de que la violencia ha sido motor de progreso, que una absolución efectiva. No tuvo razón Pedro Carujo cuando pretendió justificar su golpe de Estado contra José María Vargas, primer presidente civil de Venezuela, con la exclamación de que “el mundo pertenece a los valientes”.

Pero subsiste, refractaria a toda lógica, la pretensión de superioridad moral de la prédica revolucionaria, si bien ya no en su versión fascista, sí en su envoltorio comunista. Independientemente del hecho real de haber fracasado todo intento por construir el socialismo con base en los planos de Carlos Marx, perdura la percepción de que éste cumplió “moralmente” con darle base doctrinaria a la ancestral utopía. ¿Cómo oponerse a que se concrete ese “reino de Dios en la tierra”, cuando se jura, como artículo de fe, que ello ocurrirá por el portentoso desarrollo de las fuerzas productivas que traerá la revolución socialista? Al creer que esta prédica se encontraba científicamente sustentada se derivó la consigna: “la verdad es siempre revolucionaria”. Pero al resultar la doctrina marxiana una ideología más para legitimar el poder totalitario, el lema se invirtió: “todo lo revolucionario es verdad”. Imbuidos de una concepción teleológica en la que el fin justifica los medios, la “justificación moral” se convirtió en una especie de plastilina amoldable a todo en manos de los comunistas en el poder. De ahí su notoria “doble moral”, propiamente fascista.

Está circulando un video (www.youtube.com/embed/imUEobv0s-E) donde Jorge Rodríguez, increpando la veracidad de los 3 millones que votaron en las primarias de la oposición a principios de 2012, argumenta que la destrucción de los cuadernos de votación eliminaban la prueba fundamental para verificar que no se había cometido fraude! Recordemos que la intención del oficialismo por actualizar su “Lista Tascón” con ellos obligó a su destrucción para proteger a los electores. ¿No es precisamente la auditoría de los cuadernos de votación lo que niega el CNE un año después? Visto en el marco de las corruptelas que han caracterizado al régimen, de la asombrosa dilapidación de recursos a través de todo tipo de negociados, de la mentira, el engaño y de los intentos por linchar a disidentes con las más inverosímiles imputaciones y montajes, la doble moral chavista frente a la cuestión electoral no puede sorprendernos.

Hoy sólo los fanáticos detentores de la “fe revolucionaria” pueden desconocer la naturaleza fascista de la “revolución”. Pero tampoco deja de ser verdad que ésta se inspira en el régimen de los Castro. No veo problema en que se denuncie el proyecto oficialista de comunista, pero ello es simplemente la envoltura que asume hoy los regímenes fascistas, alejados de toda posibilidad de justificarse alegando su superioridad “científica”. Rige el apego emotivo a una épica generada por la mitificación de las luchas del movimiento comunista, encarnadas ahora en la gesta del caudillo. Pero como perdura un margen de ilusos que todavía perjuran que, no obstante los “errores” y las perversidades en la construcción del socialismo en el pasado, el propósito sigue siendo “moralmente” válido, prefiero el calificativo de fascista: retrata a los actuales usufructuarios del poder en toda su impostura, en su inopia moral y ética.

Humberto García Larralde
economista, profesor de la UCV




[1] Cabe señalar el libro de Karl Popper, La miseria del historicismo. En Venezuela, un trabajo pionero fue el de Emeterio Gómez, Marx, ¿Ciencia o Ideología?, publicado en 1983. Años antes, Carlos Rangel había desmontado brillantemente los mitos sobre los cuales se fundamentaba la prédica redentora del marxismo latinoamericano con su libro, Del buen salvaje al buen revolucionario. Para un resumen de algunos de estos planteamientos, existe un artículo mío titulado, “Los mitos de la ‘izquierda’ en la fundamentación del neofascismo”, en Cuadernos del CENDES, Vol. 26, N° 72, Caracas, sept.-dic., 2009.

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