domingo, 11 de abril de 2010

ANTONIO SÁNCHEZ GARCÍA - EN TORNO AL 11 DE ABRIL





Pues en rigor ésa es la disyuntiva: ¿dictadura o democracia? ¿Legitimación de un Estado forajido o retorno a la democracia? La cuestión fue y seguirá siendo de una claridad meridiana: desde el 11 de abril de 2002 vivimos un estado de excepción. Aún no se resuelve el enfrentamiento existencial que arrastramos desde entonces. ¿Se resolverá mediante una transición pacífica y electoral a partir de un cambio en la correlación de fuerzas?

"Para quienes no tenemos creencias,
la democracia es nuestra religión."
Paul Auster

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La teoría del estado de excepción[1], desarrollada por Carl Schmitt nos provee del más certero aparato conceptual para comprender la situación de excepcionalidad y sin duda la crisis más prominente vivida en estos últimos once años de excepcionalidad: la colosal rebelión popular del 11 de abril. de 2002. Una sociedad pasa a un estado de excepción cuando su legitimidad, sus instituciones y su juridicidad se ven suspendidas sine dia por causa de hechos extraordinarios. Nos referimos al momento en que una sociedad queda momentáneamente a la deriva ante la ausencia de legitimidad y la quiebra de los fundamentos éticos y jurídicos del Poder. Exactamente lo que sucediera el 11 de abril, cuando debido a las circunstancias de Puente Llaguno, el alto mando pidiera la renuncia del presidente de la república – “la cual aceptó” - y pusiera sus cargos a la orden de las nuevas autoridades.

Un hecho imposible de satisfacer, pues el país se encontraba huérfano de toda autoridad. Pues independientemente de lo establecido en una Constitución cuya vigencia se encontraba suspendida de facto, no existían ni podían existir tales autoridades. Esas nuevas autoridades, desaparecidas todas las instancias regladas por la Constitución, debían imponerse mediante un ejercicio inédito en la historia de la república democrática: el de la imposición y establecimiento de una nueva soberanía.

Era, en efecto, el momento preciso para que dicho estado de excepción fuera resuelto. Quien tuviera la capacidad de resolverlo, esto es: IMPUSIERA un nuevo poder: ése sería el soberano. Incluso imponiendo mediante la fuerza legítima del Estado el cumplimiento de las normas pautadas en la Constitución para un caso de excepción como el que entonces se viviera. Como lo dice la primera frase del escrito más importante de Carl Schmitt: “soberano es quien resuelve el estado de excepción”. Su legitimidad es un acto legítimo en sí mismo, no derivado. Es fundante, no consecuente. La aparente contradicción entre esa nueva vida que busca expresarse y el marco institucional suspendido sine dia por la excepcionalidad de las circunstancias se resuelve por vía de la acción misma: la decisión soberana. Una situación intrínsecamente contradictoria, pero inevitable: la legalidad de una ilegalidad, la emergencia de una nueva realidad que nace de entre las ruinas de la que desaparece. El futuro que se introduce en el presente, incluso siguiendo el acierto hegeliano: la violencia como partera de la historia.

Una violencia especular, metafórica, absolutamente inerme, pero de una gigantesca capacidad disuasiva: la mera exhibición de una fuerza popular como no se la viera nunca antes en la historia de Venezuela. Contra la que un régimen deslegitimado actuaría derrochando el máximo atributo del poder establecido: decidir del derecho de vida o muerte de sus ciudadanos. En el caso: ordenando que francotiradores al servicio del régimen asesinaran a mansalva una veintena de ciudadanos, honrados luego de superada la crisis de excepción como héroes mientras los auténticos héroes eran condenados a treinta años de cárcel.

Es a través de la acción de tal soberano, capaz de ser fiel expresión de esa fuerza fundante de derecho, que se hubiera debido crear un nuevo orden e introducir en el corpus jurídico, la nueva juridicidad, y en la sociedad misma, un nuevo protagonismo histórico. Más aún en el caso que nos compete, en el que se intentaba recuperar la legitimidad democrática violada por un acto brutal cometido consciente y manifiestamente por el mandatario que dejara el Poder motu proprio. Como ha quedado suficientemente consignado por documentos gráficos y el testimonio de todos los protagonistas. Así una patraña jurídica y conceptual montada cinematográficamente a costos dignos de las Mil y Una Noches y reiterada hasta la saciedad por un aparato partidista y mediático inescrupuloso pretendan lo contrario.

El hecho político, histórico y jurídico cierto es que el 11 de abril se vivió un estado de excepción, se suspendió por fuerza de los hechos la vigencia de la Constitución, el Poder cayó en la acefalía y sólo la imprudencia, la pusilanimidad y la incapacidad existencial de los protagonistas para asumir y llevar hasta sus últimas consecuencias la decisión de fundar una nueva soberanía mediante la fuerza de los hechos impuso la necesidad de traicionar la voluntad popular regresando al status quo ante bellum. En la circunstancia, se confirmó de manera paradigmática la falencia congénita de sociedades liberales en crisis – la confusión e ineptitud de una dirigencia política que hizo honor de aquel comportamiento propio de “una clase discutidora” denunciado por Donoso Cortés: postergar sine dia la decisión crucial y dejarla en manos del sector más radical del ejército, fiel a Hugo Chávez. En el caso del vacío de Poder creado a partir de lo sucesos del 11 de abril esa pusilánime dirigencia alternativa que no supo decidir llegó al extremo de renunciar incluso al derecho a establecer la verdad. La comisión de la verdad exigida por la sociedad civil e impulsada por la OEA y el Centro Carter jamás sesionó. Hasta el día de hoy: a una década de los sucesos aún se nos niega a los venezolanos el derecho a establecer de una vez por todas la verdad del 11 de abril.

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El 11 de Abril reproduce así, en la impotencia del tirano, que renuncia, y en la incapacidad de decidir por parte de quienes se la exigen, la clásica situación retratada por Walter Benjamin en su gran obra, Origen del Drama Barroco Alemán, dedicada a estudiar la impotencia política del soberano en el siglo XVII: “Se trata de la incapacidad para decidir que aqueja al tirano. El príncipe, que tiene la responsabilidad de tomar una decisión durante el estado de excepción, en la primera ocasión que se le presenta se revela prácticamente incapaz de hacerlo” (Origen del Drama Barroco Alemán, página 56). En cuanto al soberano, no decide por enfrentarse a una situación inédita: “pues si, en el momento en que el soberano despliega el poder con la máxima embriaguez cae en el estado correspondiente a su pobre esencia humana”. ¿Pedro Carmona Estanga?

Una situación en extremo paradójica, pues el máximo despliegue de poder exhibido por las masas populares que ponen un millón de combatientes frente a Miraflores, coincide con su máxima impotencia decisoria.: un gobierno de utilería. La historia ha descorrido el telón para que entre en escena el nuevo protagonista e inaugure un nuevo ciclo histórico. La absoluta orfandad de un liderazgo a la altura de las circunstancia permite la transmutación de un parto de soberanía en sacrificio ritual de un feto muerto. Venezuela arrastra esa primera gran frustración histórica. El resultado ha sido la parálisis y la degradación de la capacidad política de su dirigencia.

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Vivimos desde entonces las circunstancias derivadas de la ausencia de un factor capaz de resolver el estado de excepción sufrido durante los sucesos del 11 de abril. Vacío de Poder, le llamaron los constitucionalistas. Ante la falta absoluta de quien asumiera la responsabilidad histórica, militar, política, existencial de la crisis resolviendo el impasse, y el horror al vacío y la desintegración puestos de manifiesto por la incompetencia de quienes usurparan el papel de un auténtico soberano, la historia dio un paso atrás y la sociedad retrocedió al statu quo ante bellum, reponiendo en el cargo a quien había perdido factual, real, manifiestamente toda legitimidad.

El 11 dejó Miraflores un presidente que, por ese mismo acto, perdía su legitimidad. El 13 regresó una figura sin legitimidad alguna, un fantoche. Que auxiliado por Fidel Castro y con la venia de la nueva y la vieja izquierda latinoamericana se convertiría en el dictador de nuevo cuño que busca su entronización vitalicia. Es la situación que vivimos desde entonces. El carácter fraudulento de su legitimación del 15 de agosto – otro simbólico 11 de abril, con iguales resultados - no ha terminado por resolver esa crisis: antes bien, la ha agravado. Tampoco su derrota del 2 de diciembre y el torpe intento por remediarlo en el plebiscito de febrero. El estado de excepción se ha convertido en norma y la legitimidad ha asumido carácter estrictamente simbólico, metafórico, ilusorio. Venezuela se ha partido en dos: la que detenta el Poder al margen de la Constitución y legisla para establecer una imaginaria dictadura proletaria, y la absolutamente mayoritaria que le da la espalda y espera el momento propicio para derribarlo.

La parte mayoritaria , de creer en todas las encuestas, y sin duda la de mayor jerarquía específica de nuestra sociedad, no le reconoce legitimidad alguna. Espera por una nueva ocasión de excepcionalidad extrema, posiblemente provocada por la negativa del régimen a reconocer su derrota electoral, para resolver la crisis de raíz, abriendo la historia hacia un nuevo tiempo. Mientras quien usurpa el cargo espera resolver su transitoriedad convenciendo a la sociedad civil de respaldarlo electoralmente, mediante la expresión consensuada de las mayorías y dotando así de relegitimación a un régimen intrínsecamente ilegítimo, “revolucionario”, espurio. Asunto altamente problemático, dado el estado de virtual rebelión civil – incluso de naturaleza electoral - que caracteriza a la voluntad ciudadana contra esa “revolución”, por una parte; y la decisión inquebrantable de quien ejerce el Poder de no permitir un traspaso de poderes que revierta en 180 grados su voluntad transgresora, falsamente trascendente, “revolucionaria”.

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Ese es el auténtico significado de todas las mediciones electorales que tuvimos y tengan lugar en el futuro: una lucha tenaz de vida o muerte por la defensa o la destrucción del sistema de libertades y el estado de derecho. Puesto seriamente en duda por la clarinada de excepcionalidad del 4 de diciembre de 2005, cuando nueve de cada diez venezolanos desconocieran el acto de legitimación electoral y se negaran a convalidarlo con su presencia en las urnas. Un hecho objetivo de inmensa trascendencia que perdió toda significación política al no encontrar, una vez más, un liderazgo capaz de asumirlo y continuarlo hasta sus últimas consecuencias.

No se tratará, pues, de elecciones corrientes dentro de los límites de la normalidad institucional, como en los casos de todas las elecciones presidenciales, parlamentarias o edilicias que están ocurriendo en América Latina. Se trata del intento por obtener legitimidad de parte de quien no la posee o resolver la grave crisis existencial que vive la república recuperando una auténtica legitimidad, por ahora nacida de las urnas. Mientras el régimen insiste en dichos eventos bajo su regimentación a la búsqueda de legitimación, la oposición debiera participar plenamente consciente del estado de excepción que vivimos. Y de que en juego no están unos cargos, ni siquiera una asamblea, sino la República. Sea imponiéndose electoralmente – hecho inmensamente dificultoso sin el cumplimiento por parte del régimen de las condiciones electorales exigidas por la oposición – sea volviendo a aflorar en toda su crudeza el estado de excepción latente en que vivimos.

Pues en rigor ésa es la disyuntiva: ¿dictadura o democracia? ¿Legitimación de un Estado forajido o retorno a la democracia? La cuestión fue y seguirá siendo de una claridad meridiana: desde el 11 de abril de 2002 vivimos un estado de excepción. Aún no se resuelve el enfrentamiento existencial que arrastramos desde entonces. ¿Se resolverá mediante una transición pacífica y electoral a partir de un cambio en la correlación de fuerzas? ¿Contribuirán las elecciones del 26 de septiembre a descorrer el velo e inaugurar una fase superior del enfrentamiento? ¿Permitirá el gobierno que se lleven a cabo si vislumbra su derrota? ¿La aceptará de buen grado si la victoria popular es irrebatible? ¿Permitirá el pueblo que se le escamotee su voluntad democrática? ¿O decidirá asumir su rol supremo, el del soberano, expulsando del poder al usurpador mediante los medios extra parlamentarios que la Constitución le faculta, incluso si ella, la Constitución, se encuentre suspendida de facto?

Esas son las preguntas cruciales que debemos responder. Hoy, 11 de abril, es una buena ocasión para formulárselas.

sanchezgarciacaracas@gmail.com

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