UN VIEJO RECUERDO NAVIDEÑO Y UN
PENSAMIENTO RENOVADO
Ramón Santaella
Como siempre, Ramón nos entrega un nuevo y hermoso mensaje.
Su viejo recuerdo no hace sino renovar esos pequeños y
grandes deberes, que la sociedad actual y el individuo que
vive en ella, parecen haber exiliado de su tiempo y su existir.
La familia en su mayor parte se ha desintegrado,
y con ella hemos extraviado sentimientos y valores
que nada tenían que ver con haberes monetarios, sino
con un código de deberes que debía cumplirse
sin excepción alguna.
De allí que en esta necesaria memoria de Ramón sobre
su niñez y sus padres, cinco galletas y una locha
cobran un valor incalculable, que ojalá podamos
alguna vez recuperar
La Navidad es fecha
milagrosa: los miembros de cada familia parecen buscar la manera de
reencontrarse de manera automática o al menos como por arte de magia, es el
momento de los recuerdos gratos, evocación de edades pretéritas y la
inolvidable niñez como chica en concurso de belleza realiza pasarela asumiendo todos los sentidos
direccionales de nuestra memoria; disgustos
y pesares suelen dispersarse como fuegos pirotécnicos, mientras arriban al instante del “borrón y cuenta
nueva”.
En cierta ocasión, un
24 de diciembre, allá por el año 1942, un niño de 7 años, junto a 3 o 4 de lo
que en el futuro completarían nueve hermanos de una familia grande como solía
describirse entonces. Ese niño escribía como cada uno de aquellos hermanos, la
carta al Niño Dios, haciéndole pedidos de todo cuanto le era necesario entonces:
juguetes, ropa, zapatos, dinero para adquirir chucherías en cualquiera de las
bodegas del barrio. Por lo visto, los niños en Navidad no piden salud ni amor
cuando cerca de ellos está la madre y el padre; con ellos, lo tienen casi todo
y por ello piden cuanto les sea necesario para completar la felicidad, aunque
se desconozca su significado.
Mamá orientaba la
escritura de cada hijo y nos estimulaba para incorporar en una larga lista
individual, todo aquello que se nos ocurriera imaginar, no sin antes, haber
saludado al Niño Jesús y haberle entregado cuentas de nuestro comportamiento o
conducta: Haber respetado a padre y madre; haber realizado los mandados con obediencia,
sin protestas de ningún tipo; No hacer uso de la mentira, no pelearnos con los
compañeros y hermanos, haber sido honestos, responsables de las cosas
encomendadas y haber sido respetuoso con los mayores; la falta de cualquiera de
esos “mandamientos”, implicaba no recibir regalo alguno de parte del Niño Dios.
Diríamos que aquel
niño y sus hermanos tardaban unas dos horas escribiendo, borrando y repasando
la escritura de aquellas cartas dirigidas al Niño Jesús, supervisadas por mamá
que finalmente, daba el visto bueno.
Terminadas de
escribir las demandas, eran colocadas en uno de los zapatos de cada respectivo hermano
para que el Niño supiera de quién era la misiva. El varón del grupo, el de 7
años, lavaba previamente sus alpargatas con suela de goma para que fuese detectada
por el Niño porque sucias “no” las vería; no importaba andar descalzo el resto
del día, siempre y cuando su carta fuese leída y complacidas sus peticiones;
aunque, a decir verdad, aquellos escritos, más que cartas, eran documentos de
peticiones, cuyo contenido era imposible cumplir o cargar por cien o más niños
dioses; pero, en ellas, cabían muchas cosas y en dos horas, era mucho cuando
podíamos incorporar.
Por costumbre,
debíamos ir a la cama antes de las 9pm, pero era tanta el ansia de recibir
aquellos pedidos, que íbamos temprano a dormir y apenas aclaraba la aurora,
saltábamos de la cama para dirigirnos a la sala donde aguardaban los calzados
con nuestras peticiones.
Veinte o más deseos
quedaban convertidos en un pequeño paquete de 5 galletas de soda y una locha.
Las lágrimas, imposible detenerlas, no había culpable ni culpábamos a nadie;
amábamos al Niño Dios y con el tiempo, aprendimos amarlos más, pero las lágrimas
son libres de escapar y escaparon en aquel instante.
El niño de 7 años
quiso acercarse al cuarto de sus padres para reclamar aquel trato recibido de
quien se adoraba; ellos, abrazados, aún dormían; el niño contempló aquella
escena por momentos y optó por retirarse, dando pequeños mordiscos a una de sus
galletas; no supo concienciar aquel niño, el instante del mejor regalo que podía
brindarle la Navidad y el Niño Dios, la unión de sus padres y la protección
permanente de ellos.
Hoy, 24 de diciembre
de 2015, el anciano recuerda con amor aquella escena y si volviese a ser niño,
jamás cambiaría el mejor de los juguetes por aquella vivencia familiar:
padre, madre y hermanos, juntos en las
buenas y las malas, el mejor de los regalos de la vida para el niño, el hombre
y la sociedad en general.
Feliz Navidad y un
venturoso año 2016, con mucha salud, la más bella de las riquezas que hombre
alguno pueda desear.
Ramón Santaella
24 de diciembre 2015
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