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Alguna vez escribí que una carta es el espejo de una risa, un adagio escrito sobre un tumulto de silencios. Y hoy, cuando sacude la noticia de los diez muchachos asesinados, en el Barrio Setenta de El Valle, este martes 22 de septiembre del 2009, aquella carta recobra su fuerza y levanta su palabra vertical, verbo en ristre, para ir a alcanzar el regazo de las madres que hoy aguardan ante una morgue para retirar lo que le dejaron de sus hijos.
Y hoy vengo a hablar en nombre de ellas, de todas las madres que se quedaron sin sus hijos, arrebatados por la furia de una sociedad violenta. Y vengo a hablar por los hijos que despertaron temprano, aún antes de nacer, a la muerte que los marcó desde un inicio.
Son los hijos violentados que de tanto ultraje y dolor se hicieron violentos hasta que les partieron el pecho con ráfagas y la cabeza con tiros de gracia.
No vengo hoy aquí a hacer sociología ni psicología ni a justificar a nadie. Vengo a reclamar, en nombre de las madres, de los hijos que ni siquiera saben qué reclamar ni a quién, sino que sus días se van en una sobrevivencia que se vuelve a su vez asesina y criminal.
Vengo en busca de la risa que se quedó en el espejo. De la canción que de tanto retener silencios, se volvió resonancia de bala.
Vengo en busca de una voz y un clamor que se oiga, que retumbe en los aposentos del poder, en las alcobas de los dueños de este expaís, en los encargados de ser sepultureros, para detener esta masacre continuada y extendida, que viene tan de atrás que la hemos olvidado y ahora la digerimos como un complemento diario de una dieta que no nos pertenece.
Hablo por el dolor que quiebra los párpados de las madres a las que ya no le quedan lágrimas, ni caricias en las manos, ni canto en la garganta, de tanto vivir entre heridas y desgarraduras, penurias y sinsabores, muerte continuada y permanente.
Y digo de una vez, y de frente, aquí no existen presos comunes. Cada hombre, niño o mujer, que está detrás de las rejas es un preso politico, una víctima de un odio desenfrenado que tomó por asalto las calles, las veredas, los pueblos, los caseríos, en los cuales no hay ni escuela, ni parque, ni hospital, ni campo deportivo, ni siembra, ni comida, ni trabajo.
Son los pueblos que el petróleo desalojó de su riqueza natural, sin darle nada a cambio salvo una muerte viva que todos llevan a cuestas, en esa travesía infame hacia los resquicios de las sobras de una riqueza bien mantenida, custodiada y disfrutada por los gendarmes de siempre.
Y así lo dice Jorge Zalamea, en su Sueño de las Escalinatas, que Venezuela era un pobre país rico. Esos asesinados hoy en El Valle, que son la repetición de la misma historia en la cual el poder declara su omnipotencia sobre aquellos que acumulan en sus arterias secas, todas las miserias del mundo, son los hijos que no nacieron en un hospital sino en el banco roto de una plaza, o en una camilla vieja y destartalada, que los ungieron desde su primer llanto en la misma muerte que repartirían y que les sobrevendría.
Son los mismos que antes de caminar tuvieron que treparse por las escaleras de nuestros barrios para alcanzar una mañana siguiente. Los mismos que descubrieron la droga antes que el abecedario, que los colocaron en la terrible encrucijada de matar o morir, cada noche, cada calle, cada intervalo.
Yo vengo ahora a hablar por ellos, para que el espejo de la risa tenga sentido, para que se convierta en una bandada de versos, sin rima ni compostura, que soliviante, convoque a quienes nos refugiamos en el silencio de este expais que se cae a trozos, sin que hagamos nada por detener la destrucción.
Hablo por el dolor que se anida en ellos y en sus madres, que nunca conocieron la espita de la alegría, que no parieron sino que les fueron paridos los hijos por la necesidad, la soledad o la dimensión de las carencias.
Hablo por ellas, porque estos abatidos fueron alguna vez promesa de niños, y quizás en algún travesaño del día, en sus rostros se le dibujaron sonrisas que hubiesen servido para sembrarle cantos, pensamientos y creación a este laberinto de muertes.
Hablo por la herida que no se cierra, cuando un hijo se nos convierte en una migaja de piel fracturada de balas.
Y que nadie ose levantar la voz para acusarlos de delincuentes, drogadictos y asesinos. Porque la escuela en la cual aprendieron esos oficios está en quienes deberían resguardarlos, cuidarlos y levantarlos como seres para la vida.
El asesinato aquí lo siembra el poder, no el hijo que nace muerto, en aposentos muertos, en los que hasta el aire ha dejado de respirar.
Ayer fue un 27 de febrero de 1989, antes la defensa de una democracia sin democracia y hoy la exaltación de una revolución sin revolución, sin esperanza, sin vida y sin porvenir.
¿Dejaremos que prosiga esta masacre? ¿O alzaremos la palabra vertical para detenerla? Yo coloco esta carta como un guijarro en descenso hacia el cauce del agua, que ahora va con prisa a juntarse al tumulto de voces que hay que erguir para reinventar la vida y la risa de los niños hoy violentados, asesinados, transgredidos.
Y a esas madres va mi palabra rota, con ansias de ser vuelo de vida y alegría, en sus corazones hoy en pleno destrozo ante la presencia de sus hijos muertos.
25 de septiembre del 2009
mery sananes
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