viernes, 20 de noviembre de 2015
LA REVOLUCIÓN QUE MADURO DICE “NO VA A ENTREGAR”
LA REVOLUCIÓN QUE MADURO DICE
“NO VA A ENTREGAR”
Humberto García Larralde
¿En qué consiste esa “revolución” que
Maduro y Cabello defienden con tanta vehemencia, hasta llegar a decir que de
ganar las fuerzas democráticas una mayoría en la Asamblea Nacional, “no la van
a entregar”? ¿Qué significa eso? ¿Pasarán a sabotear las potestades del órgano
legislativo, impidiendo sus labores de aprobación de leyes y de vigilancia y
control del poder Ejecutivo? ¿No “entregar la revolución” significa,
definitivamente, darle un palo a la lámpara?
Para entender la naturaleza de la
revolución chavista, es menester separar el discurso de la realidad. La
retórica oficial alega que es una “revolución socialista”, inspirada en Bolívar
(¿?), Marx y las comunidades indoamericanas, que busca defender la Patria
contra las acechanzas del Imperio y acabar con los agentes de éste en el país;
la burguesía explotadora. Para ello debe destruir el “Estado burgués” y
derrotar su expresión en los partidos políticos democráticos y en las vocerías
de la sociedad civil; la “derecha”. Así “el pueblo” -en la figura de Chávez y
ahora, de Maduro- podrá asumir todo el poder, sin restricciones leguleyas que
impiden su justo provecho de la riqueza social.
Pero la construcción del dominio
“revolucionario”, al desmantelar las instituciones del Estado de Derecho, deja
como único criterio de mando a la fuerza con que se cuenta en la estructura del
poder político, incluyendo lo militar. Sin frenos ni cortapisas legales y
habiendo sometido a los medios de comunicación, no hay límite al ejercicio del
poder que no se derive de la fuerza. Desaparece el equilibrio de poderes
autónomos, la rendición de cuentas, la irreductibilidad e inviolabilidad de los
derechos humanos y el resguardo de los derechos de propiedad.
Los “revolucionarios” alegarán que,
gracias a sus convicciones ideológicas, ese poder irrestricto se convierte en
instrumento de redención por excelencia del “pueblo”. Pero lo que se ha
conformado es una institucionalidad sujeta al arbitrio de quien manda, sin otra
acotación que no sea su capacidad de imponerse, aunque fuese legitimando sus
ejecutorias como acciones que prosiguen –supuestamente- el “bien común”. De ahí
la importancia crucial de la ideología para encubrir el ejercicio desnudo,
despótico y arbitrario del poder.
Al borrarse las fronteras entre lo que
es permisible y lo que no lo es y al no tener que rendirle cuentas a ninguna
instancia autónoma, el manejo de los recursos públicos pasa a efectuarse con
base en criterios personales. En un país en el que el Estado administra la
prodigiosa riqueza petrolera, tal arreglo es funesto. Al identificarse “el
pueblo” con la “revolución”, y ambos con el Estado y con quienes lo conducen,
el disfrute de las “mieles del poder” deja de ser objeto de crítica –como
sí lo era en los “oprobiosos y corruptos gobiernos puntofijistas”-, y tiene
aprobación moral por ser asunto de “revolucionarios”. Se instala así el patrimonialismo,
entendido como el usufructo de los bienes públicos como si fueran propios.
Es la camionetota con guardaespaldas y
chófer, los viajes al extranjero para acompañar al presidente o a un ministro,
el acceso a dólares preferenciales sin miramientos respecto a sus usos, los
generosos “gastos de representación”, viáticos, etc. Pero son también las
colitas en las avionetas del Estado, el pasaporte diplomático sin ocupar cargo
alguno de representación en el extranjero y, como es el caso de los familiares
de Cilia Flores aguardando juicio en Nueva York por presuntamente traficar
droga, poder contar con uno de los bufetes de abogados más costosos como
defensa[1].
Desde luego, la campaña electoral de
candidatos oficialistas particulares, financiada con dineros públicos y
realizada con autobuses, avionetas, espacios televisivos, etc. del Estado, es
patrimonialismo. Porque el “Estado revolucionario” es del “pueblo” y, por
antonomasia, los “revolucionarios” SON el “pueblo”. De ahí que sus recursos les
pertenecen, son de ellos, y luchan para no entregar -“como sea”- tal
“instrumento de la revolución”. De manera que bajo la prédica socialista, de
privilegiar lo colectivo sobre lo individual, son privatizados los bienes
públicos para su usufructo excluyente y discrecional por parte de quienes
detentan el poder. Al resto de la sociedad –usted y yo, querido lector- se nos
discrimina de lo público.
“Тhе new class instinctively feels that national goods
are, in fact, its property, and tћat even the terms "socialist,"
"social," and "state" property denote а general legal
fiction. The new class also thinks that any breach of its totalitarian аuthority
might imperil its ownership. Consequently, the new class opposes any
type of freedom, ostensibly for the purpose of preserving "socialist"
ownership. Criticism of the new class's monopolistic
administratioп of рrореrtу geпerates the fеаr of а possible loss
of роwеr”. Djilas, M., The New
Class, Thames and Hudson, 1957, Pág. 65
Pero la retórica de un mundo mejor, que
cautivó a tantos en su momento, no solo encubre al patrimonialismo.
El usufructo discrecional de los recursos del Estado permite también apoyar, al
margen de la ley, una vasta panoplia de “negocios”, desde el narcotráfico, los
sobreprecios en las compras y contrataciones, las comisiones para la entrega de
dólares, el lavado de dineros ilícitos y mucho más. Tampoco esto agota lo que se
defiende como “revolución”.
El abatimiento de toda norma de
convivencia y de respeto a lo ajeno –la anomia- en aras de imponer la lealtad
como único criterio de conducta a premiar, se ha traducido en el
“apoderamiento” de malandros de toda laya, bien en la forma de “colectivos” con
patente de corso por autodenominarse “revolucionarios”, pasando por las “zonas
de paz” negociadas por “papi-papi” con bandas criminales, hasta el emporio
hamponil que manejan con impunidad los pranes desde las principales cárceles
del país, con la anuencia de las autoridades “competentes” (¿?). Todos ellos
son dolientes de la “revolución”.
Finalmente, la impunidad con que mucho
enfermo en posiciones de poder se ensaña contra figuras prominentes de la
oposición, como es el caso del coronel nazi dedicado a atormentar a Leopoldo
López y a su familia -Homero Miranda al mando de la cárcel de Ramo Verde-,
también es parte de esa “revolución”. Es el cariz propiamente fascista del
poder desembozado, sin respeto alguno por los derechos humanos, que tanto ha
caracterizado a las ejecutorias desde el poder.
En fin, invocando el sueño redentor de
los humildes que logró la identificación de muchos ante el deterioro de la
partidocracia adeco-copeyana -y que todavía tiene adeptos-, se cuela una
corporación mafiosa que es lo que, verdaderamente, Maduro, Cabello y los suyos
juran “no entregar”. Y mientras no corramos el velo del discurso idealizado
para exponer la podredumbre que se esconde detrás, seguirá obrando, como toda
ideología, como poderoso bálsamo que lava las conciencias de quienes han
envilecido las condiciones de vida de los venezolanos, y para habilitarlos
“moralmente” a seguir con sus desmanes.
Este seis de diciembre comenzaremos a
desmontar la estructura de complicidades que amalgama esa corporación que se ha
enseñoreado en el poder. Con un voto masivo, contundente, a favor del cambio,
la “revolución” como coartada comenzará a ser desplazada por un proyecto
democrático, libertario y de justicia social que aglutine las esperanzas de la
sociedad venezolana. El futuro pertenece a la democracia y “¡no lo vamos a
entregar!”
Humberto García Larralde
economista, profesor de la UCV
[1] Squire Patton
Boggs, frecuentemente contratado por PdVSA.
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